De mi abuelo tengo la costumbre de toda la vida de levantarme temprano y casi siempre antes de las cinco. El ritual se repite, en contra de las fuerzas incesantes de la pereza, y con conciencia ininterrumpida de que todo hacer es un hacer sin sentido, me enfrento con las estaciones del año mediante la misma disciplina cotidiana. Mi aislamiento es, durante largos períodos, un aislamiento total tanto del cuerpo como del espíritu, al someterme total e incorruptiblemente a mis necesidades, me las arreglo conmigo mismo. Épocas de repetición absoluta se alternan con lo contrario, sometido a todas las oscilaciones imaginables de mi naturaleza y del universo, sea el que fuere, sólo encuentro mi camino mediante una jornada estrictamente reglamentada. Sólo porque me opongo a mí mismo y, realmente, estoy siempre en contra de mí, soy capaz de ser. Cuando escribo, no leo, cuando leo, no escribo, y durante largos períodos no leo, no escribo, me resulta igualmente repulsivo. Durante largo tiempo, tanto escribir como leer me resulta odioso, y me veo entregado a la inactividad, lo que quiere decir, al examen profundo y penetrante de mi catástrofe sumamente personal, por una parte como curiosidad, por otra, como confirmación de todo lo que hoy soy y en lo que me he convertido con el tiempo, en esas circunstancias mías, tan cotidianas como antinaturales, artificiales, incluso perversas. Las perfidias que me hacen tropezar y desesperar, que me vuelven todos los días medio loco, se vuelven ineficaces contra mí cuando me las explico totalmente, lo mismo que nada me afecta ni me mata ya lentamente cuando me lo explico. Explicarme la existencia, no sólo penetrarla sino aclarármela cada día en el mayor grado posible, es la única posibilidad de hacerle frente. Antes no tenía esa posibilidad, para intervenir en el juego mortal y cotidiano de la existencia no tenía ni la inteligencia ni las fuerzas, hoy, el mecanismo se pone en marcha solo. Es un ordenar cotidiano, en mi mente se pone orden, las cosas se ponen cada día en su sitio. Lo que es inutilizable se tira y, sencillamente, es expulsado de mi mente. La falta de miramientos es también un signo de vejez. Para superar las modas, el aislamiento y la imperturbabilidad del espíritu son la única salvación. Cuántas modas intelectuales han desfilado ya ante mí. Los viles aprovechadores de restos no descansan. Pero los que dominan el mercado con sus productos de saldo son fácilmente reconocibles, con el tiempo, se meten, totalmente por sí solos, en su propia porquería. El superviviente tiene que buscarse un lado, un rincón apropiado para sus conquistas. El aire está enrarecido, pero estoy acostumbrado a él. El una-cosa-u-otra se encuentra ya desde hace bastante tiempo en equilibrio. ¿Qué hay que estimar más, la frase o lo elemental? Es algo sin sentido. Yo lo he escuchado todo pero no he seguido nada. Todavía hoy experimento, el no saber cómo acabará fascina al solitario que ahora soy de nuevo. Desde hace ya tiempo no me pregunto el sentido de las palabras que sólo lo hacen todo siempre incomprensible. La vida en sí, la existencia en sí, todo es un lugar común. Cuando, como hago ahora, recordamos el pasado, todo se arregla poco a poco por sí mismo. Durante toda la vida estamos con personas que no saben de nosotros lo más mínimo, pero pretenden continuamente saberlo todo de nosotros, nuestros parientes y amigos más próximos no saben nada, porque nosotros mismos sabemos poco de ello. Nos pasamos toda la vida explorándonos y llegamos una y otra vez hasta los límites de nuestros medios intelectuales, y renunciamos. Nuestros esfuerzos acaban en una inconsciencia total y en una deprimición fatal, una y otra vez mortal. Lo que nosotros mismos jamás nos atrevemos a afirmar, porque nosotros mismos somos incompetentes, se atreven otros a reprochárnoslo, y no ven, con intención o sin intención, todo lo que, interior y exteriormente, hay en nosotros. Somos continuamente seres arrojados por los otros, que a cada nuevo día tienen que volver a encontrarse, recomponerse, reconstituirse. Nos juzgamos a nosotros mismos, con el paso de los años, de forma cada vez más severa, y tenemos que dejarnos juzgar de forma doblemente severa en dirección opuesta. La incompetencia impera en todas las relaciones y, con el tiempo, produce de forma totalmente natural la indiferencia. Después de una susceptibilidad y vulnerabilidad de tantos años nos hemos vuelto ya casi no susceptibles ni vulnerables, nos damos cuenta de las heridas, pero hoy no somos ya tan hipersensibles como antes. Damos golpes más fuertes y encajamos golpes más fuertes. La vida habla un lenguaje más lacónico, más aniquilador, que nosotros mismos hablamos hoy, no somos ya tan sentimentales que todavía tengamos esperanzas. La falta de esperanzas nos ha dado una visión clara de los hombres, las cosas, las relaciones, el pasado, el futuro y así sucesivamente. Hemos llegado a la edad en que nosotros mismos somos la prueba de todo lo que nos ha golpeado durante las épocas de nuestra vida.
A veces levantamos la cabeza y creemos que tenemos que decir la verdad o la aparente verdad, y la volvemos a bajar. Eso es todo.
El sótano. Thomas Bernhard.