miércoles, 16 de julio de 2008

Saetas, breves decires, delirios al por menor. Serie Décima. Ateísmo


El ateísmo es la única opción con respecto a la divinidad monoteísta para quien decide no renunciar a la reflexión racional.


El creyente es alguien que se niega a aceptar las evidencias en relación a un tema determinado. Podríamos decir que las luces de la razón de un creyente se obstinan en apagarse cuando su “Señor” hace acto de presencia.


Suele achacársele al ateo que es un creyente a la inversa, o incluso, que él realmente cree aunque lo ignore. ¿Por qué la gente se empecina en que los demás participen de sus delirios?


Una de las pruebas más diáfanas de la filiación humana de Dios: su tedio. No pudo soportar una eternidad dedicada a la onfaloscopia y creó un Universo para su solaz y recreo. Lástima que pese a su omnipotencia el resultado haya sido bastante discutible.


“Matar está mal, aunque sea a moros” le oí proferir a un sacerdote en el púlpito mientras glosaba las proezas de Santiago Matamoros. Lo curioso es que esta gente suele pensar que creer en Dios está bien, aunque sea Alá.


¿Por qué conlleva mayor carga ética la buena acción de un ateo que la de un creyente? Porque el ateo actúa siguiendo sus propios principios, en los que sólo caben consideraciones humanas, terrenas, su acto es consecuencia de una moral propia, elegida libremente, para realizarlo no necesita ninguna recompensa ultramundana ni la coerción de unas normas impuestas por un Ser sólo existente en la conciencia de unos cuantos iluminados que no desean emplear su raciocinio.


Pretender que en nuestras conductas nos guiemos por y acatemos las parábolas, proverbios, fábulas y consejas reunidos por una tribu de pastores nómadas que erraban por los desiertos hace más de veinte siglos… ¿no es esto verdaderamente ridículo?

11 comentarios:

Anónimo dijo...

Aquí te dejo un artículo encontrado en la red; no toca directamente el ateísmo, pero sí consideraciones sobre la necesidad de Dios como una forma del miedo y la síntesis de la mística:


"Investigar el fenómeno de la mística, a estas alturas, no puede limitarse a de ser la complaciente exposición de los duelos y los gozos entusiasmados de los poetas devocionales, ni tampoco el análisis de la simbología metafísica de aquellos a quienes se ha denominado místicos. Es de suma importancia, a mi modo de ver, averiguar hasta qué punto y de qué manera la experiencia del místico se asienta en presupuestos metafísicos y, si tal es el caso, mostrar hasta qué punto estos presupuestos, y las conclusiones a las que estos conducen resultan de la aplicación de los patrones lógicos (lingüísticos) a los conceptos últimos, es decir, a las últimas abstracciones. Importa, en estos momentos, a mi entender, mostrar las razones lógicas de la experiencia mística, investigar el logos lógico. Hablar del lenguaje, en definitiva. Mostrar cómo lo que puede decirse de la experiencia mística se fragua en los sistemas metafísicos que acompañan a las tradiciones religiosas y cómo todos los sistemas metafísicos, sin excepción, se reducen a un juego lingüístico. Esto es, a mi juicio y a la vista de los dogmatismos que hacen mella en las sociedades actualmente, una empresa imprescindible. Desmitificar el mito más viejo, el de la trascendencia, no tanto en lo que respecta al impulso, cuyo origen podría discutirse, como en lo que atañen a la fabricación de los topos que la imaginación diseña para consolidarlo.

Nada más importante, cuando hablamos de teorías religiosas, que detenerse en la forma de sus discursos. Unos discursos que no nacen de la nada sino que se inscriben siempre dentro de una tradición, que revelan o encubren influencias, que se instauran en determinados momentos debido a determinadas circunstancias y que nunca están al margen de los acontecimientos políticos. Pero, sobre todo, unos discursos que, como cualquier discurso, están supeditados a la estructura lógica del lenguaje que los sustenta.
Las reglas del juego metafísico son las de la lógica y las piezas son términos que pertenecen al léxico último, es decir, términos que, en última instancia, no pueden definirse más que por sí mismos.
A menudo nos hemos extrañado de ciertos paralelismos hallados en las concepciones de pueblos muy alejados entre sí. Nos hemos afanado entonces en hallar algún tipo de convergencia, un contacto cualquiera entre ellos, unas posibles vías de influencia. Hubiese sido bastante más fácil detenernos en el trabajo de la razón en sus confines pues, si en algo nos parecemos los seres humanos, cualquiera que sea la cultura a la que pertenezcamos, es en la estructura y en la funcionalidad de nuestros órganos. Y la mente no es una excepción.
Sería útil volver a pensar detenidamente la crítica de Kant a la metafísica, sus consideraciones en torno a la tendencia natural que tiene la razón a extralimitarse, a realizar síntesis fuera de los límites de lo abarcable. Aunque, lo realmente inquietante, no es esa inercia de la razón en su natural proceder, sino a la capacidad de la conciencia para darse cuenta de esa extralimitación. Lo realmente misterioso, como manifestaba muy acertadamente Isidoro Reguera en su trabajo sobre J. Böhme, lo extraño, no son las grandes palabras (Dios, cielo, infierno, nada, etc.), sino la capacidad de la razón para darse cuenta de que se está extralimitando y de que esas palabras que emplea no son sino su propio reflejo, el reflejo de la razón en los límites del pensar. Ahí, en esos confines es, precisamente, donde el filósofo, presa de los que los griegos llamaban “entusiasmo” (estar poseído por el dios), cree topar con las raíces últimas del misterio y donde el místico, que es, literalmente, un enmudecido, pierde el hálito.
En los límites de lo pensable, que es donde se sitúa el místico, tenemos que vérnosla con esa conciencia que, en última instancia, confrontada a sí misma, se convierte en puro vértigo y, luego, realiza el vuelco: volver a nacer es entonces volver a moverse entre las cosas, las cosas pequeñas, con una inocencia desmemoriada. ¡Quien pudiera!
Pero antes, antes del vuelco, está la metafísica: la construcción de las grandes síntesis. Y aquí, la cuestión es el proceder de la razón en la configuración de sus abstracciones últimas.

¿Qué tiene que ver el místico con la metafísica? Depende de lo que entendamos por místico. Podríamos, como hiciera Santayana, definir la mística como la exageración de un interés racional por las abstracciones más elevadas. Ciertamente, la unidad a la que el místico pretende sumarse es la mayor de las abstracciones. Pero no está tan claro que se trate de un interés racional. Habría que preguntarse qué clase de persona tenía en mente Santayana, si un poeta entusiasmado como Juan de la Cruz o más bien un teólogo como Eckhart, pues es probable que la definición de Santayana correspondiese más al metafísico que al místico. ¿Qué imagen tenemos en mente cuando hablamos de místicos: la de un santo, la de un eremita, o la de un teórico?

Una de las definiciones más generales de la mística es la que daba Ferrater Mora en su diccionario de filosofía: la de una “actividad espiritual que aspira a llevar a cabo la unión del alma con la divinidad por diversos medios (ascetismo, devoción, amor, contemplación)”. Puede decirse que el anhelo de unidad con la abstracción más elevada es uno de los elementos que caracterizan al místico, pero, a diferencia del teórico (teólogo o metafísico), una vez logrado su propósito, se siente incapaz de hablar de su experiencia.
El místico es un enmudecido. La misma palabra lo dice: el término "mística" proviene del griego: mystikós, que concierne los misterios (mystérion), esto es, lo secreto. El mystés, el iniciado en los misterios, era aquel que tenía la boca cerrada. Ambos términos están emparentados con el verbo myô, que significa mantener la boca cerrada (que a su vez proviene de la raíz indoeuropea mu- cuyo significado es el sonido que se hace con los labios cerrados.

La pregunta es: ¿por qué no puede hablar el místico del contenido de su experiencia? ¿Basta con decir que se trata de una experiencia “inefable”?
Sin duda, no se trata de cuestionar la experiencia del místico. Las experiencias son tales experiencias independientemente de cómo se las interprete, tanto si el intérprete es el propio sujeto de la experiencia como si no. Las afirmaciones concernientes al dolor no pueden ponerse en tela de juicio. Si alguien afirma que le duele un pie, a no ser que mienta, nadie podrá afirmar que no es verdad que le duela. Si digo que siento calor cuando hace 10 grados bajo cero, nadie que sienta frío podrá invalidar mi sensación de calor, por muy extraña que sea. Y si, utilizando ahora la metáfora india, percibo una serpiente allí donde los demás ven una cuerda, aún siendo así que puede comprobarse que se trata de una cuerda, hasta que yo no lo compruebe seguirá siendo cierto que percibo una serpiente. No es cierto que yo vea una cuerda y crea ver una serpiente (como dicen los textos clásicos indios), lo cierto es que veo una serpiente, pues ver es percibir, y percibir es pensar (en este caso, imaginar: formar imagen, representar), y si experimento miedo, será a la serpiente, no a la cuerda.
Así pues, no se trata de cuestionar la experiencia del místico a ese nivel. Lo que experimenta el místico es lo que dice que experimenta. En cuanto a si la naturaleza de su experiencia entra o no en los parámetros de la normalidad, le corresponderá a las ciencias del comportamiento averiguarlo. Y en cuanto a la cuestión de si dicha experiencia dice algo acerca de una supuesta realidad distinta de la que conocemos o podemos conocer, dejaremos que se ocupen de ello las teologías.

Así que nos hallamos ante el silencio del místico. O más bien, ante su afirmación, reiterada, del no poder decir. Pues bien, intentaré mostrar que el silencio del místico descansa no tanto en una experiencia inefable cuanto en una imposibilidad lógica. Nada sobrehumano, nada paranormal, sino el resultado de un proceso que acontece en los confines mismos de la lógica y del lenguaje. En realidad, esto no será más que un apunte acerca de una cuestión que merecería investigarse a fondo.


Que nada hay

En respuesta a la pregunta ¿por qué no puede hablar el místico de su experiencia?, lo más sencillo sería dar por sentado que si, en tal estado, nada puede ser dicho es que nada puede ser pensado y, de acuerdo con Parménides, que si nada puede ser pensado, es que nada hay. Una afirmación que merece volver a considerarse despacio. : lo mismo es ser [para] el pensar que [para]el ser.
Claro que es más interesante y, sobre todo, más confortante suponer que lo que hay es “la nada”. Que ahí donde digo “nada hay”, lo que estoy diciendo es que “hay la nada”, y del “haber”, pasar al “ser”. De esta manera, una vez sustantivada (el sustantivo es aquello que sustenta las propiedades de una substancia), “la” nada puede ser investida con todo tipo de propiedades. Se la convierte en potencia generadora, en abismo matricial, en hálito divino, todas las formas con las que podamos ingeniárnosla para describir lo absolutamente otro. De esta manera, el terror del abismo queda conjurado. Detrás del muro de lo finito, de lo que puede ser aprehendido, hay otra cosa, que si no cosa, ha de ser, sin embargo, ser a secas, ha de ser. 

Bien es verdad, que, desde la tan común propensión a suponerle un sentido a todo, la nada no se acepta con facilidad. Reemplazamos con gusto, o hacemos equivalente la nada con el infinito, otro adjetivo negativo que se ha sustantivado y positivado por falta de referente. Igual de vacuo, el tal infinito que “el vacío” o “la nada”. Sustantivos injustificables desde el punto de vista semántico, deformaciones que tan sólo hablan del miedo, de nuestro miedo, del horror vacui.

Así pues, para ser coherentes, hablemos del deseo. Digamos el deseo de infinito. De perpetuidad. Digamos el miedo. Digamos el terror. Digamos el miedo a desaparecer. Digamos lo poco o lo mal que asume nuestra voluntad la propia desintegración. Desde esta perspectiva, y sólo desde ella, daremos por justificada la sustantivación de todos los adjetivos negativos absolutos, firmaremos la orden de existencia o, incluso, para los más exigentes, sabedores de que del ser (ya lo puso de manifiesto Tomás de Aquino) no se sigue necesariamente la existencia, le otorgaremos documento de “ser”. Tanto si nos inclinamos por el nominalismo como por el esencialismo, el ser habrá de bastarnos.

Desde el miedo, convendremos en nombrar “lo” innombrable; supondremos que existe “algo” innombrable, algo que, aunque no tenga nombre, está ahí y justifica que utilicemos el pronombre “lo” de la misma manera que lo hacemos ante la palabra “infinito” aunque no pueda justificarse en el orden de lo real. Pues una sustancia infinita puede pensarse: puede construirse lógicamente (por el uso de los contrarios), pero no puede suponérsele otra existencia que la que le corresponda a un ente de razón. (En el orden de lo real, en efecto, una sustancia se define, entre otras cosas, por tener límites. Sin límites, una sustancia no es definible, no es un algo, no es nada. A no ser que imaginásemos una sustancia absoluta, en cuyo caso, nos toparíamos con otro problema: el de que el todo y la nada no se diferencian.)
Así pues, desde el miedo, desde la necesidad psicológica de atenuar en lo posible la cruel condición de lo humano, asumiremos la sustantivación de los adjetivos que digan lo absolutamente otro, pero no sin antes contemplar la tramoya que sustentan las estrategias con las que nos defendemos del terror.

Hablar de metafísica, es hablar del lenguaje en sus confines. (La conciencia del lenguaje (o la superación de la metafísica) viene después.


La última síntesis. Hacer el “algo” donde no hay nada.

El pensamiento, que siempre procede por contrarios, también elabora conceptos últimos en los confines del lenguaje. La elaboración de conceptos es un procedimiento útil, necesario para comunicarnos con el entorno, pero la razón se extralimita, como decía Kant, en ese proceder. Los conceptos son síntesis de particulares a los que se les ha abstraído sus características generales (valga decir esenciales). Por ejemplo, este perro, y éste, y aquél son “perros”; los perros, los gatos y los delfines son “animales” (me salto los géneros intermedios); los animales, los vegetales, y etc., son “seres vivos” y seguimos el proceder sintético hasta conseguir la última síntesis, una síntesis en la que todo esté contenido. Pero, esa síntesis, la conseguimos en el orden de las ideas, y aquí es donde la razón se extralimita. A tales síntesis, las denominó Kant “ideas de la razón”. El “alma”, según él, sería la síntesis de todas las vivencias, el “universo”, la síntesis de todos los objetos por conocer y “Dios”, la síntesis de ambos, la suprema síntesis. Sin duda, convendría invertir la fórmula; decir: llamamos alma a la síntesis de todas las vivencias, universo, a la de todos los objetos por conocer, y Dios a la síntesis de ambos. Al fin y al cabo, nombramos. Sólo que, en este caso, la razón elabora en vacío, pues no hay referente alguno de tales conceptos. Las ideas son síntesis de conceptos, síntesis de síntesis. Y con ellas se elaboran las teorías metafísicas.
Por supuesto, habrá que tener en cuenta que todo juicio metafísico es redundante. Lo que se predica nunca dice nada más del predicado de lo que está ya contenido en él. Un texto metafísico podrá ser una poética, una larga verbalización, una letanía, unas variaciones musicales, pero nunca un texto científico. La metafísica es el discurso de la razón enfrentada a sus confines. Y a su vértigo. Llevada a su extremo, es un juego vertiginoso en el que se identifican vencedor y vencido: sólo su disolución dirá de su victoria, Sólo si es vencida saldrá vencedora.

Ciertamente, para elaborar una metafísica no basta con darle nombre a la síntesis última; hay que poder decir algo de ella. Pero ¿qué puede decirse de aquello en lo que, por definición, todo se resume? Si se la califica, como ocurre con el conjunto de todos los conjuntos, habría de engullirse a sí misma (puesto que todo lo calificable sería susceptible de ser sintetizado). Sus calificativos, por tanto, habrán de ser redundantes. Se le aplicarán adjetivos que determinen el grado máximo en alguna de las modalidades de la experiencia, pero en su polo negativo. Diremos, por ejemplo, que Dios es infinito, aplicando así, a la idea o síntesis final, el concepto de limitación en su grado negativo máximo. Dado que la idea de absoluto implica la ausencia de límites o, dicho de otra manera, que un absoluto limitado no es ningún absoluto, no habremos dicho, absolutamente, nada.

También los adjetivos máximos pueden hacer las veces de síntesis última. A tales efectos, el adjetivo se sustantiva. Es el caso de “lo (o el) absoluto” o “lo (o el) infinito”. Se le suele entonces dotar de mayúscula, que es la manera en que el lenguaje escrito señala el carácter sintético de la palabra.
Por otra parte, todos los adjetivos que expresan el supuesto de la trascendencia (otro ejemplo de esa manía de la mente de pensar en términos de contrarios): lo “inefable”, “inexpresable”, “inconcebible”, “incognoscible”, “inexplicable”, etc., todos estos adjetivos tienen en común la característica de que su referente es lo que estos adjetivos dicen que es: algo inexpresable, inconcebible, incognoscible, inexplicable… Pero, ¿puede decirse realmente que exista ese “algo” al que adjetivan? ¿No será, más bien, que, debido a la estructura del lenguaje (a los lenguajes indoeuropeos me refiero ahora) suponemos el “algo” ahí donde no hay, en realidad, nada? ¿No será que la gramática necesita el soporte (el sustantivo) para poder adjetivar? Pues, ¿cuál es el referente de estos adjetivos? ¿No será que, por su propia naturaleza, que es la de referirse a, nos induzcan a formar el “algo” ahí donde, simplemente, no hay nada?

Así pues, la metafísica supone, en primer lugar, una extralimitación de la razón y la elaboración, en el ámbito de las ideas, de una tramoya capaz de soportar las evoluciones de los personajes singulares y concretos, de la misma manera que en una banda de dibujos animados se insertan actores de carne y hueso que interactúan con aquellos. Pero no sólo eso: también se le otorga valor de realidad o verdad al mundo conceptual, mientras el mundo fenoménico se ve relegado a su contrario: apariencia o ilusión, en mayor o menor medida según se acentúe más o menos el dualismo ideológico.
La verdad es una noción lógica que tiene que ver con la correspondencia. Sólo puede usarse convenientemente en enunciados que puedan comprobarse. Cuando en metafísica se habla de “verdad ontológica”, se está partiendo de una identidad, con lo que el enunciado en cuestión habrá de corresponderse consigo mismo. Esto solamente puede darse respecto de un ente de razón. La verdad se hace equivalente a realidad y la realidad, a permanencia. Cuando estamos hablando de verdad, en metafísica, estamos hablando de permanencia. “Dios es verdad” es una suprema redundancia; equivale a decir que la identidad es idéntica consigo misma.

En el ámbito conceptual, cualquier cosa es posible; puede darse en el concepto lo que sería imposible que se diera en el orden de lo real. En el concepto, cualquiera podría, sin problema, aceptar el Dios del racionalismo: el ente de razón que ocupa la cúspide en la elaboración de las síntesis. (El sistema hegeliano es un maravilloso ejemplo de ello). Lo que es improcedente es el paso del orden de las ideas al orden de lo existente: lo que puede ser pensado no tiene porque existir… ¿o sí? Toda metafísica que se precie termina siendo idealista, por pura coherencia, y porque, como veremos más adelante, la inmovilidad –y por tanto, la permanencia- sólo puede darse en el concepto.

Existen otras licencias o deslices gramaticales con evidentes consecuencias en el ámbito de la creación del algo a partir de nada. Sólo mencionaré el siguiente:
Elaboramos la síntesis y, luego, la nombramos. Una vez nombrada parece que adquiere existencia propia. Decimos entonces: “Dios es tal, o cual”, en vez de decir “Llamo Dios a tal o cual”, lo cual sería, además, más correcto, pues hablaríamos en tal caso de algo que todos podemos entender y comunicar. Podríamos decir, por ejemplo, “Llamo Dios a la síntesis suprema”. Entonces, podríamos entendernos. O bien, “Llamo Dios al silencio primordial”. Uno puede imaginarse un silencio que no fuese un intervalo ni la ausencia de palabra, que hubiese precedido la pronunciación de cualquier sonido en un principio… -aunque esto responde a otro proceder de la razón: el de trazar vínculos causales. El último eslabón en la cadena es siempre un supuesto: no tiene por qué interrumpirse en ningún momento la cadena causal. La idea de un creador responde a esa necesidad (injustificada) de interrumpirla. Es igualmente una manera, por otra parte, de realizar una síntesis última.
Podríamos también decir “Llamo Dios al amor universal”. Aquí nos enfrentamos con otro problema: el de la proyección, en su grado máximo, de cualidades, propiedades o virtudes propias de la humana condición. Hacemos a Dios a la imagen del hombre, sin duda.
Y si decimos “Llamo Dios al abismo”, estamos nombrando la causa ignota de nuestro vértigo, estamos nombrando nuestro miedo.
Resumiendo, a diferencia de la típica afirmación “Dios es x”, la fórmula “Llamo Dios a x” permite entendernos y evita las manipulaciones típicas de los argumentos ad hoc. Estamos demasiado familiarizados con la utilización de esos comodines que sirven para justificar todo aquello que convenga. Recordemos tan sólo la famosa sustancia transparente de los adversarios de Galileo. Aquellos sabios aristotélicos defendían, frente a las observaciones de Galileo, la idea de la perfecta circularidad de la luna. Galileo insistía en que observaran la luna a través de su telescopio y comprobaran por sí mismos las irregularidades de su superficie. Cuando sus adversarios se atrevieron finalmente a utilizar aquel engendro del demonio y vieron que, en efecto, parecía haber valles y montañas, lo cual ponía en peligro la teoría aristotélica que les servía de fundamento racional a su aparato teológico, se mostraron de acuerdo, siempre y cuando, dijeron, se admitiese la existencia de una sustancia invisible; ésta colmaría los valles y las depresiones del planeta de manera que volvía perfectamente esférica la superficie lunar. Muy bien, se apresuró a responder Galileo, de acuerdo, hay una sustancia invisible, pero se sitúa en la cima de las montañas y de los promontorios, de manera que éstas son aún más elevadas y los valles aún más profundos de lo que podamos apreciar.


Podríamos seguir deslizándonos en el tablero metafísico. Es algo tentador; nada le gusta más a la razón que habérselas consigo misma como un buen ajedrecista. Pero estamos aquí para hablar de mística, y hasta ahora sólo he hablado de metafísica.


Más allá de la unidad. De nuevo la lógica, pero esta vez, en sus propios límites. La disolución lógica.

Una teoría metafísica es un sistema lógico. Como he dicho antes, quien evoluciona en ese tablero con auténtico empeño (y no con sus terrores), está abocado a comprobar la disolución del propio pensar. Ninguna teoría más coherente y más audaz, a este respecto, que la del budista Nagarjuna.

No hay ninguna distinción entre nirvana y samsara. No hay ninguna distinción entre samsara y nirvana. El límite del nirvana es el límite del samsara, no existen la más sutil distinción entre ellos.

No hay distinción, puesto que todo es vacío. En la afirmación “todo es vacío” culmina la dialéctica del budismo mahayana. Nada hay verdadero porque nada hay permanente, no hay nada “en sí”. Y esto no tanto porque apreciamos los cambios en el mundo material como porque todo lo que hay son representaciones para la conciencia y que nada hay, para la conciencia, que sea permanente.

Lo primero, que todo son representaciones, es común a todo idealismo; hasta aquí no se diferenciaría el de Nagarjuna de muchos sistemas occidentales, pero lo segundo, la impermanencia en la conciencia y para la conciencia, de sus representaciones, es algo profundamente oriental y que lleva el idealismo a un extremo inadmisible para la filosofía occidental.

Nagarjuna tiene muy presente que, como afirmaba Kant, nadie puede saltar sobre su propia sombra cuando pone en boca del buddha las siguientes palabras:

Todas las cosas condicionadas son un engaño, detrás del engaño sólo existe la luminosidad del vacío.

Que todo es ilusión significa que ninguna cosa es permanente. La luz es la conciencia del vacío: la razón en sus límites tomando conciencia de sí. Porque se trata de un estado de conciencia. Un estado de conciencia en el que se elabora la suprema síntesis. No la de lo otro frente a lo conocido, no la de cualquier dualismo, sino aquella que sólo puede designarse con la palabra “vacío” (siempre y cuando ésta no se sustantive, siempre y cuando no se la oponga a lo lleno o a cualquier otro concepto, siempre y cuando no se la identifique con una trascendencia cualquiera, siempre y cuando… Cuando todas las cosas están vacías, dice Nagarjuna, nada hay que sea idéntico, nada hay que sea diferente. Más allá de las diferencias, no puede predicarse ni la identidad ni la diferencia. Más allá de las diferencias, nada hay. Nada puede ser dicho. Y aquí es donde la mística entronca con la metafísica; aquí es donde el camino lógico se torna camino interior (es decir, algo que tiene que ver tanto con el conocimiento de las emociones como con las ideas o, dicho más brevemente, con el conocimiento del proceso mental).

Apaciguar cualquier aprehensión, apaciguar toda elucubración , recomienda el filósofo budista. Ahí donde hay diferencias hay relaciones y, como resultado de éstas, surgen perturbaciones pues de las relaciones inevitablemente acarrean tensiones: aproximación y rechazo, búsqueda del equilibrio, ajustes, distensiones, propensiones. Los cuerpos se acomodan, se adaptan transformando su naturaleza al contacto con otros y, si no lo logran, se someten a ellos o los invaden, los presionan, los aniquilan. Esto ocurre en todos los ámbitos, desde el mineral al animal, dando lugar, aquí, al sonido de un terremoto, allí, al crujir de la madera y, más allá, al chirriar de dientes. Las emociones, al fin y al cabo, no son otra cosa que una respuesta para el reajuste. Los cambios son inevitables en el mundo de las diferencias. En el mundo ideal –el de los conceptos- no tiene lugar ningún cambio. Un concepto siempre es igual a sí mismo. La inmovilidad y la identidad corresponden al concepto. Por eso era tan importante, para Platón, por ejemplo, que se gobernase desde el orden racional. En los conceptos el miedo no tiene cabida. Si no hay cambio no hay miedo (el miedo es anticipación de un cambio no deseado). No es extraño, pues, que para erradicar le miedo alguien se refugie en un concepto, un supremo lugar de permanencia, aquel al que llaman Dios, por ejemplo.

Recuerdo con ternura aquella novicia que, en un convento de clausura, me habló, candorosa, acerca de cómo entró en la orden. Se refirió al novio al que había abandonado: dolía demasiado su presencia, decía, y dolía su ausencia. Dolía la presencia que había de ausentarse; dolía la ausencia presentida en la presencia. Dolía todo tanto. Por eso miré hacia dentro, allí donde vibraba el amor, el amor hacia Aquel que no había de ausentarse jamás...
No olvidaré los ojos encendidos de aquella chiquilla que, acto seguido, me pidió que le ayudase a recordar la letra de aquella canción de Jacques Brel, aquel canto de amor humano, de amor doliente, de amor ausente: Ne me quitte pas...

Pero el mundo de las ideas es un mundo pensado, y en la mente tampoco hay permanencia. No suele haberla. Los pensamientos se suceden como nubes en las que quedamos enganchadas. Llamamos a eso pensar.

Hablemos del silencio. Aquel silencio que resulta de la anulación (momentánea) de los enganches. Observando la afluencia de pensamientos. La reducción de todos ellos a sus representaciones. Idénticos en su condición de representaciones. Pensamientos. Idénticos en su condición de pensamientos. Aquel silencio, una pausa ensanchada, la que puede darse en la contemplación (nunca mientras se la busca).

Sin mente, sin memoria, sin movimiento. En vacío. Y ¿qué hay en el vacío? Nada, no hay nada. Nirvana. ¡Desengáñense quienes buscan hallar en el cese de la agitación mental un estado de beatitud o de felicidad suprema; desengáñense los buscadores de paraísos que convierten el nirvana en uno de ellos! Nagarjuna es bien claro al respecto: [Aquel que piensa] “sin apego existiré en mi nirvana”, esos se aferran más que nadie. Quien piensa la existencia en el nirvana no entiende el nirvana. No hay existencia (bhava) en el nirvana. Tampoco inexistencia (abhava). Ninguno de los contrarios. Nirvana es un estado de conciencia, aquel en el que el juicio se suspende. Nirvana significa no opinión, no supuesto, no intencionalidad. Quién está “sin mente”, está en estado de nirvana. No significa otra cosa esa palabra.

El vuelco que opera el mahayana se inicia con la conciencia de esto mismo: cuando cesa la agitación mental no hay nada, hay vacío. Pero si se piensa el vacío, éste se convierte en otro pensamiento. Deja de haber vacío. Ahora bien, cualquier pensamiento, incluido el pensamiento del vacío, carece de realidad, por lo que puede decirse que, cuando deja de haber vacío (por la agitación de la mente) sigue habiendo vacío (por la impermanencia y, por tanto, la irrealidad de los contenidos mentales). Así que puede llegarse a la conclusión de que, de uno u otro modo, siempre habrá vacío. Entonces, la risa. La risa es la contemplación de una gran conclusión lógica, una inmensa catársis lógica. El andamio metafísico se ha caído. El observador no puede más que observarse a sí mismo y se observa como un pensamiento más. Sólo queda enmudecer. O volver a hablar. Porque entonces sí, el aquí, de repente, se ensancha, el aquí en el que las cosas, cada cosa es mucho más, cada cosa es infinita, ahora sí. Infinita en la no diferencia, en la impermanencia que elimina los límites de todo lo que está siendo, de todos los que somos. Destruido el castillo metafísico, libre, por fin, el sujeto, de sus hipotecas espirituales, puede ahora mirar la inmensidad de lo que le rodea. El mundo recobra entonces su dimensión de misterio.

¿Y qué hay del paraíso?... Es cierto: nada dice todo esto acerca de otro mundo. Nada acerca de otra vida. Menos acerca de un paraíso o de un más allá (de la muerte). Volvemos a la cuestión que soslayé voluntariamente: la del miedo a desaparecer. Decir paraíso es decir voluntad de permanencia, algo que siempre ha sido utilizado convenientemente por quienes tienen voluntad de gobernar. Los poderes políticos utilizan las teologías y las convierten en religiones porque facilita el gobierno de un pueblo. Los individuos han de estar unidos para ser manejables, y ¿qué puede unirlos mejor que un credo, algo que aplaque la angustia de perderse, algo que responda al deseo de permanencia, y acorde a lo cual puedan dictarse normas de convivencia (de acogida, de pertenencia, de exclusión, etc.). Unidos en un credo, los individuos son manejables. Así pues, después de haberle atribuido existencia a la idea-síntesis, se la encarna para que pueda ser adorada, y el ritual, que siempre congrega, se instituye. Los supuestos religiosos no pueden ser rebatidos. Afirmarlos o negarlos depende de su utilidad y, como muy bien sostuvo William James, es a menudo más conveniente afirmarlos que negarlos.

Pero la unidad anhelada por el místico poco tiene que ver con la unidad alentada por los gobiernos y las iglesias de cuya influencia se sirven. La religión es un instrumento de poder y, como tal, requiere de una suprema dualidad: los fieles, por un lado, unidos en su credo y en su miedo y, por otro, el objeto del credo, al que se atribuye poderes supremos. Al místico, en cambia, no le interesa la unidad con su pueblo, sino la unidad con la síntesis absoluta. El suyo es un camino personal que no atañe al grupo, antes bien, al contrario, implica que quien lo siga se margine, se aparte del grupo y contradiga, la mayoría de las veces, las normas establecidas para el buen funcionamiento de la sociedad, lo cual le hace sospechoso a los ojos de sus congéneres. Por eso el místico se ha considerado –y se ha comportado- en todas las tradiciones como un marginado, un heterodoxo (el que piensa de otro modo), frente al ortodoxo (el de opinión justa, recta). Lo que le interesa es resolver todas las diferencias, proceder a la síntesis última y vivirla. La unidad que anhela trasciende las diferencias. Esto, por supuesto, para los “doctos” de una religión dualista, es una heterodoxia. No así para las metafísicas no dualistas. Lo que ocurre, no obstante, es que los sistemas no dualistas, debido al ansia de paraísos común a todos, tienden a convertirse rápidamente en dualismos, aun encubiertos. Tenemos ejemplos de esto en el budismo (el caso del yogacara), en el sivaísmo, en el vedanta incluso (el dualismo de Mahadeva), sistemas que convierten el principio metafísico supremo en uno de los polos de la dualidad. Para subsanar esto, entonces, se propone una unidad superior que englobe a las anteriores: la noción de paranirvana (en el budismo) o la de Parasiva (en el sivaísmo) son buenas muestras de ello, nociones que salvan la unidad más allá (para) de los contrarios cada vez que el más allá se convierte en el contrario del más acá. Y es que una de las características más comunes de una metáfora es su tendencia a convertirse en metáfora muerta. Cuando se olvida lo que una palabra significa, el uso que se hace de ella puede ser muy distinto y, en algunos casos, perverso, como es el caso del término nirvana (lit. “no soplo”), que se utiliza para designar un lugar o estado fuera del mundo y opuesto a él.

No obstante, no por serlo se libra el heterodoxo de pertenecer a un credo, de seguir un código religioso.


El místico, cuando habla, es un metafísico que se ignora.

Volvamos, ahora, al misterio. A la relación de la mística con el misterio. El místico es aquél que no habla porque accede al misterio, decíamos. Por eso enmudece.
No obstante, los místicos también hablan. De hecho, de no ser así, no tendríamos conocimiento de ellos. ¿Qué tipo de habla es el del místico?
El místico habla para expresar el gozo y el tormento. Para expresarse, construye en lenguaje simbólico. Es un poietikós.
Y habla para mostrar el camino: el de la supresión de las diferencias. Describe el retiro, la necesidad de silenciar la mente, la trazadora de relaciones. Habla del método: la concentración en un punto, un punto único donde la mente acude y permanece hasta lograr ser el mismo punto. No importa el nombre que se le dé al punto. El nombre, luego, será abandonado. Hablará de las estancias, también: las modalidades del ánimo, diferencias en la disposición para las relaciones, diferencias interiores. El paso de una estancia a otra es un cambio de vibración, por lo que desorienta, y el punto puede perderse. Hablará de los peligros, de los obstáculos, los lastres, las demoras, etc. Para ello, construirá, también. Con símbolos heredados o con otros más personales. El caso es que también construye. Es un poietikós. Todo metafísico lo es. Y el místico, cuando habla, es un metafísico que se ignora.
Y lo curioso es darse cuenta, entonces, que todo lo que conocemos de los místico son sus testimonios, lo que han dicho, lo que han escrito… sólo metafísica, por tanto, sólo poética (poiética). Lo demás, -¿lo demás?
Silencio.

El místico, cuando habla, es un metafísico que se ignora. Pero el metafísico cuando se detiene en los confines de la razón se inicia en el misterio: enmudece. Cuando la razón topa con sus propios límites, cuando la conciencia se contempla a sí misma es presa del vértigo. Y con el vértigo, el terror, pero también el gozo. Toda experiencia mística se caracteriza por el gozo en la experiencia de la resolución última. En este caso, ocurre por la palabra. La razón vuelta sobre sí misma: re-flexionada cae en la cuenta de la naturaleza lógica de toda metafísica. La existencia (metafísica) se torna esencia (lógica). Esencia del logos en su hacerse: verbo sin conjugar. En el principio fue el verbo, sí: el hacer verbal, la posibilidad del decir. En los límites. La razón en los límites descubriéndose en el acto del decir, autodefiniéndose (poniéndose límite) en los términos (en los límites).

Pero no puede sostenerse allí; no puede sostenerse en el vértigo. Entonces vuelve a hablar. Vuelve a creerse en la palabra. El paso de la esencia (apenas des-velada) a la existencia (re-velada) es inevitable. Entonces hace uso del logos; conjuga el verbo. Construye. El místico deja de serlo. Re-vela. Construye otra metafísica. Inventa una teología. Habla".

F. dijo...

Interesante artículo. No estoy muy seguro de que "el místico, cuando habla, es un metafísico que se ignora". En mi opinión el anhelo de todo metafísico es conjurar el caos ordenándolo, confiriéndole un sentido que, normalmente, ha sido deducido excediendo los límites de la experiencia constatable, en cambio, el místico, independientemente de los símbolos y las tradiciones que maneje, lo que pretende es superar el caos sumergiéndose en él, fundiéndose con él, trascender el mundo fenoméncico, "aparente", para pasar a más "alta vida". El místico, más que construir otra metafísica, explota sus visiones, sus delirios, sus extravagantes excursiones por las "ínsulas extrañas", no le interesa construir, su pretensión es ver, experimentar las sensaciones generadas en la otra orilla y, si acaso, transmitirlas no para generar una nueva ortodoxia, ni una nueva teología, sino como guía para futuros extraviados y como testimonio de sus singulares vivencias.

Un saludo.

Anónimo dijo...

Es curioso porque a mí esa frase me parece una evidencia

El místico, en cuanto habla, en cuanto abandona el arrobamiento y se entrega al furor de la palabra, utiliza un instrumento limitado para dar cuenta de lo ilimitado, de la realidad trascendente. El lenguaje que utiliza es, entonces, implícitamente metafísico. El místico no puede evitar hablar desde un canon teológico-metafísico. Otra cosa es el místico enmudecido, presa de su trance, abismado en sus visiones. Pero en cuanto habla queda atrapado en las trampas del lenguaje y de los condicionamientos del aparato conceptual de su tiempo, que han contribuido a erigir los sistemas metafísicos y filosóficos. Es,inevitablemente, metafísico a la fuerza. No otra cosa le pasa al maestro Eckhart, por poner un ejemplo.

Salud.

F. dijo...

Quizás en el Maestro Eckhart es evidente el empleo de un lenguaje metafísico, pero no creo esto extensible a todos los místicos. Algunos, como el movimiento de las beguinas, empleaban un lenguaje más próximo al amor cortés —en cuya génesis, por cierto, algunos autores ven influencias de la mística sufí— que a la teología o la metafísica de raigambre escolástica vigente en su época; en otros casos, como San Juan de la Cruz, cuando habla como místico, emplea un lenguaje poético más que metafísico, para expresar sus experiencias utiliza imágenes reconocibles por cualquiera: “noche oscura”; “casa sosegada”, “secreta escala disfrazada”, “interior bodega”, etc. sus comentarios en prosa parecen más un salvoconducto para que su cuerpo no se convierta en pasto de las llamas. Es el haber empleado lenguajes novedosos o apartados de los cánones religiosos aceptados en sus épocas más que la propia doctrina (si es que puede emplearse este concepto en lo que a la mística se refiere) contenida en sus expresiones, lo que a veces les procuró a los místicos serios contratiempos con el poder teocrático establecido, llegando en ciertos casos a pagar su osadía con el… “purificador” trance de la hoguera.

Unamuno consideraba la Lógica de Hegel y la Ética de Spinoza grandes poemas, y puede que, como se señala en el artículo, todo metafísico tenga algo de poeta, de creador y ahí es donde pueden encontrarse el metafísico y el místico. Para mí la comunión más clara entre ambos es la de las estancias por las que transitan, esas sólo existentes en sus poderosas mentes a los que los demás podremos acceder a través de la intuición, de la sensibilidad, o también de la especulación en el caso de los metafísicos, pero que no pueden ser objeto de un conocimiento empírico, objetivo, mensurable, científico en definitiva. La intencionalidad y la disposición del metafísico y del místico en esas excursiones me parecen harto diferentes como señalaba en el anterior comentario. Creo que todo el que toma la palabra en un momento dado siempre va a estar determinado por la superestructura ideológica de su tiempo que es la conformadora del lenguaje que utiliza, sea rechazada o asumida, no podrá sustraerse a ella y a su influencia. En mi opinión, el empleo de un lenguaje o de ciertos conceptos metafísicos o teológicos, no convierten en metafísico o en teólogo al que los emplea, tampoco el empleo de algunas metáforas o expresiones místicas convierten en místico al que las utiliza, digo esto como matización e igual me salgo del tema del artículo, ya que entiendo que la autora no tiene el propósito de equiparar completamente mística y metafísica.

Anónimo dijo...

Sin duda ese no es el tema central del artículo (o el único tema), y sin duda tienes razón en tus justas observaciones. El problema deriva de mi percepción de las cosas: no las veo como compartimentos estancos o categorías separadas, una cosa vive en la otra, e incluso esas metáforas de los místicos a las que aludes, siento que son una criptografía que vela conceptos metafísicos... como hablamos una vez, voy aún más lejos al afirmar que ciertas tendencias de la física teórica actual, muy especulativa y abstracta, son abiertamente metafísicas y aún místicas, aureoladas de una extraña poesía. Me resulta imposible entender que las diversas disciplinas no se tocan y alimentan recíprocamente. Quizá tiene que ver con una imago mundi rizomática, horizontal, frente a la verticalidad decretada por las jerarquías del conocimiento clásico. Apuesto por la porosidad y permeabilidad de los umbrales del conocimiento, no por una esclerosis que traza fronteras excluyentes.
Ha sido muy grato conversar contigo de estos temas, y compruebo una vez más la inteligencia y versatilidad de mi interlocutor.

abrazos

Anónimo dijo...

Aun abusando de tu paciencia, no me resisto a compartir contigo el siguiente articulito breve aparecido el mes pasado en Babelia:

"La pregunta por la relación entre poesía y pensamiento ha llegado a ser uno de los tópicos de los encuentros poéticos. Aparentemente, el tema da para mucho, pero una termina preguntándose si no será ésta otra de tantas falsas dicotomías que se inventan, al nombrarlas, para poder hablar de algo, que de eso, al fin y al cabo, se trata.

Obtuve la respuesta de repente, mientras leía el Fiat umbra (Pre-Textos) de Isabel Escudero cuando, al darme cuenta de que levantaba los ojos del libro y me quedaba con la mirada perdida después de la lectura de uno de sus fragmentos, recordé un ejemplo que ponía Miguel Palacios en sus clases de Ética: el que lee filosofía, decía, levanta a menudo la cabeza, como hace un pájaro al beber. Así, lo leído se filtra, como el agua en la garganta del pájaro, y se asienta en el entendimiento. Pues bien, tomé conciencia, en ese instante, de que no estaba leyendo un ensayo sino unos poemas y que, sin embargo, hacía el mismo gesto; la misma necesidad había de dejar que el agua se filtrase y hallase su camino hacia el núcleo. Si, pues, para beber el verso hay que levantar la cabeza, ¿qué diferencia existía entre el poema y el pensamiento?

No obstante, fiel al principio de sospecha, volví a la pregunta: ¿era realmente el mismo gesto? ¿Acaso no había, en la recepción de un buen poema, además del placer del entendimiento, un cierto paladeo? Ciertamente, el verso se "saborea". Y esto, el sabor, al que los filósofos de la India llamaban rasa, es algo que viene dado por la buena elaboración, por la sabia combinación de los ingredientes. No otra cosa es la poíesis.

Pero si bien la poíesis es el arte de hacer poemas, el poema no es la poesía. El poema es algo más. Nos abre una ventana, a veces pequeña, a veces grande, sobre el mundo. Nos cuenta algo que, sin saber, sabíamos, y que reconocemos. El poema es una evidencia que nos asombra. Derrida lo comparaba con un erizo. Lo encontramos indefenso, hecho una bola en la autopista, y nos dan ganas de cogerlo, de protegerlo porque allí, muy a ras de suelo, murmura, dice algo muy bajito. Algo importante. Pero sin aspavientos. Y repetimos lo que murmura, nos lo aprendemos de memoria (par coeur) y el corazón, entonces, el corazón que no había, se hace.

Este hacerse el corazón no es cosa de artificio. Es tiempo de deponer las ansias, los poetas, y estar atentos. Caracol, mejor que erizo, el poema -y el poeta- es la más humilde de las criaturas. Indefenso pero ligero, lleva consigo su casa, su morada; la construye con su propia saliva a medida que va creciendo. Así ha de ser el poeta para los tiempos que vienen. Humilde, anónimo si pudiera. Porque lo que dice, lo dice para todos y es en boca de todos cuando halla cumplimiento.

Vuelvo al Fiat umbra. A medio camino entre el haiku y la sentencia popular o la métrica breve castellana, estos "farolillos" expanden su luz en mi penumbra. Brevemente, a modo de estampas para la imaginación o para la inteligencia, permitiendo ese sesgo de la mente que tanto abreva. Sirvan de ejemplo para lo dicho. Beber un sorbo y levantar la cabeza. Como el pájaro".

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Chantal Maillard (Bruselas, 1951), premio Nacional de Poesía en 2004 por Matar a Platón, ha publicado recientemente Hilos (Tusquets, 2007, Premio de la Crítica 2008) y, en colaboración con Óscar Pujol, Rasa: el placer estético en la tradición india (José J. de Olañeta, 2007).

F. dijo...

No abusas de mi paciencia en absoluto. Estoy de acuerdo con el artículo. Añadiría por mi parte que en la creación del poema y en su sabor posterior, en mayor medida todavía que los ingredientes o, lo que es lo mismo la "técnica poética", influye decisivamente el sentimento, el estado de ánimo, la experiencia, bien interna o externa, que lleva al poeta a escribir el poema, aunque, quizá, todas estas variables puedan estar incluidas en lo que la autora denomima ingredientes del poema.

Un saludo.

Anónimo dijo...

Sí, creo que los ingredientes podrían incluir los elementos que tan certeramente enumeras.

En este enlace puede verse una conferencia sobre la creación poética, de la misma autora (el artículo de Babelia parece una especie de anexo o coda de la misma):

http://www.cccb.org/ca/arxiu_multimedia?idg=24196

Anónimo dijo...

Querido F:

me han pedido una reseña, precisamente, para un libro de Maillard, y como una parte del mismo consiste en una demolición de los teísmos y un ataque frontal a los credos de toda índole, te lo dejo por aquí por si te interesara. Te aviso de que como reseña no es buena, pero he hecho lo que he podido con un libro harto complejo que supera con creces mis posibilidades. Saludos:

Diarios indios (Pre-Textos, 2005), de Chantal Maillard, es la segunda entrega de lo que se ha configurado como una especie de trilogía involuntaria: ubicado entre Filosofía en los días críticos (2001) y Husos. Notas al margen (2007), tiene sin embargo la singularidad de aparecer como una especie de isla en la obra de la poeta y ensayista. A diferencia de los otros dos, Diarios indios no ha sido el germen de ningún poemario; Filosofía en los días críticos es la fuente indirecta de Lógica borrosa y Husos el crisol del que emerge, transfigurado, el poemario Hilos. Por lo tanto, Diarios indios no tiene un espejo poético en que mirarse y queda como discurso autocontenido, sin puntos de fuga, y sin embargo se inserta en un proceso de depuración estilística radical, que desde la “prolijidad” de Filosofía en los días críticos desemboca en la aspereza y la ruptura del lenguaje en Husos y su posterior declinación poética.

A su vez, Diarios indios está compuesto por tres cuadernos que dan cuenta de otros tantos viajes a la india: “Jaisalmer” (1992), “Bangalore” (1996) y “Benarés” (1999) fraguan, así, tres estancias en otras tantas ciudades del subcontinente indio.
Podríamos definir esta obra singular, extraña e inclasificable, como un “diario de viajes filosófico” que entroncaría vagamente con la genealogía del Michaux de Un bárbaro en Asia o el Bruce Chatwin de Los trazos de la canción. Sin embargo, Maillard se aleja de la distanciada ironía del primero y del análisis de los mitos del segundo. Y avisa en el prólogo: “Los cuadernos que componen este libro no son crónicas de viaje. Tampoco son el resultado de un experimento antropológico, ni mucho menos se proponen fomentar una espiritualidad exótica. Dan cuenta tan sólo de un punto de vista, o más bien de un punto de estar, un punto en el que estarse para, desde la mayor extrañeza, atemperar el juicio que precede, siempre, a la experiencia, y procurarle a la mirada, dentro de lo posible, un medio de neutralidad”.

Nos encontramos ante un proceso de introspección consagrado a revelar los mecanismos mentales, sus trampas, su ambigüedad esencial. Este proceso tropieza, en primer lugar, con la conciencia del deseo, deseo que ha de entenderse no sólo como apego a las formas mudables del mundo fenoménico, sino como adhesión incondicional al “yo” que, ilusoriamente, nos conforma. A continuación, encuentra la siguiente objeción: ¿cómo observar al yo que observa? ¿No sería necesario otro yo que observara al primero, y luego un tercer yo para observar al segundo, y así ad nauseam? La autora sortea parcialmente esa hipotética refutación de su método en los siguientes términos: “Identificarse con los propios estados mentales es la condición natural del ser humano; observarlos no es propio de esa condición, es el resultado de un entrenamiento, algo así como un ejercicio de esquizofrenia controlada. La escritura de mis “diarios” no es sino el testimonio de una voluntad comprometida en ese empeño; son una obra en marcha que terminará al tiempo que mi capacidad de observarme y dar cuenta de ello”.

No hay, por lo tanto, una instancia o conciencia superior que englobe estratos inferiores, sino una íntima escisión, una frontera antinatural y premeditada.
Ese proceso no impugna la presencia acuciante, a veces visceral, del mundo exterior, que en “Jaisalmer” se ofrece como extrañamiento, en “Bangalore” provoca una reacción de rabia y en “Benarés” se refleja con una suerte de ecuanimidad. Por ello, el estilo cambia de un cuaderno a otro: expectante en el primero, deja paso a letanía en el segundo y se sumerge en la contemplación distante en el tercero.

En “Jaisalmer”, primer viaje, la autora renuncia al eros y toma partido por el thanatos, no necesariamente negativo como lo ha lastrado el pensamiento occidental. El thanatos facilita el extrañamiento, la mirada volcada en el umbral de la conciencia, a punto de quebrarse, de extralimitarse… pero queda, pese a todo, dentro de sí misma:

“El tiempo de las cosas se mide por su sombra, y sólo el que no tiene sombra es eterno. El desierto, por eso, es eterno. Con el sol en el cenit un hombre pierde su sombra. Puede decirse que entonces se le otorga la posibilidad de estar en su propio centro, de no distinguirse de sí mismo. Por un instante, es un iluminado. Pero a luz le gusta jugar en la llanura. Basta que aquel hombre levante un brazo: hallará su sombra debajo. Cualquier movimiento lo habrá de delatar. Basta con que quiera verse a sí mismo y comprobar la ausencia de su sombra: aparecerá la huella de su rostro a sus pies. Nadie puede estar iluminado y verse a sí mismo. El ser y el conocer no pueden ser simultáneos si existe una llanura o una línea de horizonte. Ser y conocer simultáneamente sólo es posible en el vacío porque en el vacío no hay nadie”.

“Bangalore” asume el aprendizaje de la compasión como una tarea primordial en el camino. Para llegar a uno mismo, es menester llegar primero a los demás, dar el rodeo por el otro para descubrirnos mejor. Como señala la autora, no se trata de la compasión cristiana; es un sentimiento que tiene que ver con cierta fiereza primordial, desprovista de cualquier idea ética o imperativo categórico.
El mundo sigue ahí:

“Violaron a una niña inglesa, anoche, en Bangalore. A él, le mataron. Dicen que fue casualidad, que no estaban juntos, que sus almas se habían separado mucho antes. Pero no lo creo. Yo los vi, a ambos, cruzando la tarde, ayer, ella sosteniendo una pereza azul en su vientre; él, unos anteojos dorados. Tan sólo los separaba la tela de algodón transparente que cubría sin ocultarla la estela de su cuerpo.
No fue causalidad, fue aquella blancura del tejido. Hay veces que la vida no soporta tanta blancura”.

“Benarés”, cronológicamente el último cuaderno, está dividido en dos partes. “48 ghats” traza un itinerario por las escalinatas que bajan al Ganges. En cada una de ellas, la observadora se detiene y nos hace partícipes de sus impresiones. Asombra el modo en que se deslastra de los prejuicios de la sentimentalidad occidental: todo es observado con la imparcialidad de quien contempla un mundo cuyas fuerzas precipitadas, que en Occidente rápidamente asimilamos al bien o al mal, no provocan la respuesta moral automática y preconcebida con la que nos defendemos de lo ajeno en virtud de una inmunología preventiva meticulosamente inoculada. Los niños vuelan las cometas, los ascetas amasan boñigas, la perra negra se alimenta de fetos en el Ganges… el observador no siente horror ante ello, no juzga: todos los estímulos han quedado igualados por una mirada ecuánime, que contempla sin perplejidad las mudanzas del mundo:

“La perra negra es especialista en fetos. Tiene tiña como casi todos los perros de Benarés, pero sabe como ninguno rastrear los fetos hinchados que las aguas devuelven a la orilla. Aquí está. Empieza por el cerebro. Una joven japonesa se acerca a la escena, se pone la cámara en la cara. Duda. No se atreve a disparar. Los intestinos ya se escapan por el cuello derramándose entre las guirnaldas amarillas y las bolsas de plástico que se estancan en el ghat y un olor nauseabundo corre como una brisa rozando el papel en el que escribo. El suelo de piedra ya cobra el tono rosa de la sangre aguada. La perra se relame. Da unos pasos a lo largo del ghat y vuelve al festín que ya es un tronco abierto por la espalda. Tres niños juegan a sumergir guirnaldas a su lado. La perra cumple con el cielo, restituye la carne a otra carne, lo impuro a lo impuro, devuelve a la totalidad la parte que le corresponde. Ya no puede reconocerse a qué ha pertenecido el trozo de carne que bambolea entre la pata derecha del animal y su hocico. El sol se está poniendo despacio en los escalones. Los niños juegan”.

Las respuestas automáticas de rechazo y repugnancia quedan desactivadas y la mirada emerge liberada. Ha sido desnudada hasta el tuétano y, acantilada, está dispuesta a invertir su dirección. “Diario de Benarés”, segunda parte de “Benarés” y conclusión del libro, “describe el itinerario de una conciencia observadora que acaba siendo objeto de su propia observación”. Para ello, se despoja de todo sentimiento y todo deseo, se aquieta, se remansa, se vuelca en el ahora. La descripción del proceso se acompaña de una reflexión profunda sobre la naturaleza del deseo, sobre cómo éste engendra la multiplicidad, la diferencia, la escisión y, a la postre, se erige en motor genesiaco de toda divinidad. Lo cual lleva a la autora a gritar: “¡Muéstrame tu dios y te diré cuál es el color de tu miedo!”. Sigue un ataque frontal a las religiones y a las servidumbres que las propician, pues los seres humanos “tienen poca fuerza para la orfandad”. Y caen las máscaras: “Jehová: uno de los dioses que ocupan la parte superior izquierda del mandala tántrico. El error: confundir a uno de los devas (dioses) con el Absoluto. El dios de los judíos: un deva vengativo en guerra contra los asuras (demonios). Un dios que necesita la ayuda de los hombres: ellos son su alimento. Al rezarle le dan su fuerza, le entregan su energía. Los dioses se alimentan de las preces de sus “fieles”” […] El error del hebraísmo: hacer de uno (de los dioses) el Uno. El error de Cristo: asumir el hebraísmo. El error de muchos cristianos: confundir a Jehová con el Dios del Cristo o, incluso, con la síntesis última del racionalismo”.

El proceso de escisión es tal que incluso genera paradojas o poéticas de la percepción:
“Me apuntaron a mí, pero ahí donde llegó el dardo no había nadie.
¿O sí lo había?
Yo acechaba, detrás del árbol.
Vi algo caer.”

De regreso del viaje, parece que el umbral que define ambas conciencias –la conciencia y la conciencia observadora– vuelve a espesarse y a investirse de la ceguera que rige nuestra vida. A tientas se vuelve de otro mundo, de un mundo radicalmente ajeno que sirvió de excusa para una íntima ordalía, y acaso para una derrota, no menos secreta.

Uno de los últimos párrafos revela que persiste el deseo de protección, que quizá la mirada que pretendió desencarnarse ha fracasado y naufraga en la orfandad, en la niñez que denunciaba:

“Por haber sufrido, tal vez, o inmerecidamente me concedieron un ángel (es una manera de decir; todo es una manera de decir).

Cuando un ángel cae, al principio sufre porque no sabe nada salvo la tarea encomendada. Después, poco a poco va recuperando la visión y el poder. Cuando lo recupera del todo, entonces se va. Dicen que ha muerto, pero no: es que le han vuelto a crecer las alas.

No estoy lista aún para que recuperes del todo la visión. ¿No ves cuánta confusión anida todavía en mi pecho, que me hace confundir, como por necesidad, el objeto al que la llama se dirige con el propio fuego?”.

Y ya el libro deja a esa escritura, muy limpia y despojada de ornamentos, al borde del abismo del lenguaje: en Husos ya no habrá que limpiar el verbo, sino dinamitarlo, romper las cadenas lógicas de sentido y los ensamblajes predecibles que traducen el mundo.

¿Qué ocurre con el poema si cae desde un sexto piso?
Pero esto es otra historia.

F. dijo...

Verás Nickace30, por inducción de tus comentarios y recomendaciones, he comprado el libro que reseñas aunque todavía no lo he leído, en estos momentos estoy perdido en los laberintos borgianos, que te son tan caros, por lo tanto, poco puedo opinar sobre tu texto. Sólo diré que tu exposición es clara y seguramente aporta claves para una comprensión más cabal del libro.

He de reconocer que, en lo poco que he leído de Maillard hasta ahora, al lado de ciertos vislumbres he encontrado algunas incoherencias (o lo que yo reputo por tales) debidas, acaso, a peculiaridades y complejidades inherentes a los temas que aborda. Un ejemplo, extraído de una cita que incluyes en tu reseña: "Ser y conocer simultáneamente sólo es posible en el vacío porque en el vacío no hay nadie" Yo supongo que la autora tiene razón y en el vacío no debe de haber nadie, si esto es así, nadie puede ser en el vacío ya que allí la existencia no es una posibilidad, si no se puede "ser" en el vacío, tampoco se puede conocer porque un conocimiento sin sujeto, o, si se prefiere, sin un ente que lo perciba es una imposibilidad, una contradicción lógica, con lo cual, la afirmación: "ser y conocer simultáneamente..." es, en mi modesta opinión, una elucubración personal carente de contenido. Por todo lo anterior, que para mí es bastante evidente, la autora incurre en la falacia esencial a toda metafísica y a toda teología, sentar premisas incomprobables deducidas de experiencias y reflexiones intrínsecas que pueden resultar estimulantes y reveladoras pero desprovistas de cualquier validez objetiva.

Un saludo.

PS: Por cierto, ya me comentarás dónde publicas tus reseñas, que las buscaré y las leeré encantado.

Anónimo dijo...

Querido F:

Dices: "[...] sentar premisas incomprobables deducidas de experiencias y reflexiones intrínsecas que pueden resultar estimulantes y reveladoras pero desprovistas de cualquier validez objetiva".

Creo que ahí radica el problema. La autora habla desde sí misma y no pretende establecer verdades objetivas. Se trata de una introspección poética y no de un tratado filosófico. Al menos así lo entiendo yo.

Por otra parte, aplicar categorías racionales occidentales al pensamiento oriental (esa frase que señalas se hace eco de ciertas paradojas del budismo) no conduce a nada, porque ellos recurren a la contradicción, la anfibología, la paradoja como medios de aprendizaje, revelación y autodescubrimiento. Los manuales de instrucción del monje budista están llenos de esas afirmaciones que reputas incoherencias. El Tao Te King o los escritos del filósofo hindú Nagarjuna no tienen sentido si los leemos de acuerdo a nuestra lógica unidireccional... la autora se doctoró en Benarés y está muy empapada de ese pensamiento, con sus luces y sus sombras, que en realidad son las nuestras: las de los cercos que la razón causal nos impone en nuestra lectura del mundo.

El texto me lo pidieron unos amigos para una futura revista cultural, gratuita y sin ánimo de lucro. Nunca haría algo así por dinero, y no tengo ningún interés en escribir en medio alguno.