viernes, 5 de septiembre de 2008

Josep Pla


Algunas palabras de este socarrón ilustrado.

A los veintiún años, recién terminada la carrera en la Universidad, yo era un hijo de una familia prácticamente arruinada, pobre de solemnidad, de una incultura fabulosa —pese a haber terminado la carrera—, de una ligereza de espíritu y una perentoriedad de juicio absolutamente proporcionadas a la propia ignorancia. Indotado para la ambición, incapaz de comprender el lado lucrativo y práctico de las cosas, ajeno a todo espíritu de continuidad, inepto para llevar los accesorios de la vida social; tímido, devorado por el sentido del ridículo, incapaz de realizar el menor cálculo humano y momentáneamente dominado, por consiguiente, por una audacia inexplicable; casi irresponsable; exacto a veces hasta la obsesión, literalmente inexacto otras veces, con una memoria forzada a menudo hasta el dolor y con etapas de amnesia rozando la pura absurdidad; de concepción y ejecución muy lentas, desesperantes incluso; sin orden ni concierto; sintiendo la fascinación del inconsciente; alternando el trabajo a rachas con largos períodos de absoluta pereza; de una insondable inapetencia por las cosas reales y positivas, y lleno de curiosidad por las inanidades; incapaz de ser feliz por carecer del sentimiento de idolatría y de fiel adhesión; devorado por la ironía y el sentido del ridículo, pero sin el suficiente amor propio como para llegar a tener una presencia personal; por lo general educado, pero de vez en cuando con un cinismo glacial; de muy difícil obediencia y de escasa paciencia; sin vicios ni virtudes dominantes, excepto el vicio y la virtud de vivir; inaprensible, individualista sentimental, sin tiempo para nada, sobre todo en los momentos de pereza; con una sensación permanente de poseer la más vasta y acreditada ignorancia; más bien descuidado e incapaz de dar la menor importancia al aspecto exterior; más inclinado a la bebida y al tabaco que a la comida; dominado por el juego mental, sobre todo el de los demás; sin vanidad, ni orgullo, ni capacidad de intriga; permanentemente dolorido por la incapacidad de tener un momento de reposo y calma…

Notas dispersas


…aun sabiendo por las observaciones más arcaicas que la libertad jamás ha existido, hemos llegado a una época en la que es fácil constatar que ni los hombres ni las mujeres aspiran siquiera, no ya a la Libertad con mayúscula, sino a la concreción más insignificante de esta forma de vivir, pensar o decir practicada tan solo por algunas personas aisladas o por grupitos que no cuentan demasiado pero que son respetables.

Notas para Sílvia


A mí me parece que, en el fondo, el asunto no consiste en leer mucho, sino en leer bien. Yo, por lo menos, he defendido siempre este principio, aunque por desgracia no siempre lo he practicado. De joven —de los diecisiete a los veintisiete años— leí todo lo que cayó en mis manos —leí, pues, desordenadamente—. Habiendo dispuesto de una memoria algo viva, la lectura, vasta y desordenada, me produjo la ilusión de que avanzaba positivamente. Me di cuenta, sin embargo, de que no era así. Ya comprendo que leer bien es difícil y doloroso. Estar atento a las cosas —en un texto—, mirarlas bien, pausadamente, supone un gran esfuerzo. El estado natural del hombre no es la atención: es la dispersión, es volar de rama en rama, como los pájaros. Por eso observar es más difícil que charlar, que improvisar, que delirar. Observar es más difícil que pensar.

Notas dispersas


De pequeño, oía decir en la escuela que la pereza es la madre de todos los vicios. No lo creo. No puede haber forma alguna de conocimiento sin que le preceda un mínimo de pereza —por lo menos, de pereza aparente.

Notas dispersas


Usted, aquel otro o el de más allá, ha conocido a un hombre de mundo, o a una señora de cortesía exquisita —salonnards—, simpáticos, educadísimos, permanentemente dispuestos a hacer un pequeño favor, muy graciosos, que se interesan por todo, que son sensibles, que reconocen lo que pasa, etc., y que en el fondo son de una indeferencia total. En este sentido, casi todo el mundo es igual. Todo esto puede suceder entre personas que, al menos aparentemente, tienen una gran intimidad. Parece a veces que, cuanta más cortesía, más indiferencia.

Notas del crepúsculo


He cumplido ya —en el momento de escribir estas líneas— setenta y nueve años. Soy del 97 del siglo pasado. He vivido todas las revoluciones habidas en España durante este siglo. Cuando la de 1909, tenía yo doce o trece años. Me acuerdo como si fuese ahora. Ejerciendo ya el periodismo, he vivido —con mis propios ojos a veces— las dos enormes guerras mundiales. Estas guerras han causado millones y millones de muertos. En la segunda ha habido los campos de concentración, la destrucción de los judíos, la transmigración de la gente —enorme y dolorosísimo asunto—. Las revoluciones españolas fueron de una esterilidad inútil y grotesca. Las enormes guerras vividas, aún más —mucho más—. Y ahora pregunto al lector, al lector que ha vivido como yo estas enormidades, si se puede creer en el progreso. ¿En qué progreso? Contéstenme, por favor, me encantaría hablar de ello. Habiendo sido testigo a lo largo de mi vida de las mayores bestialidades ocurridas en la historia conocida, ¿cómo imaginar siquiera que yo pueda entrar en el progreso? Yo sólo pido una cosa, en el mundo en que vivimos: que en este mundo haya el dolor humano normal —o sea, el mínimo dolor posible—. Al margen de esta, todas las demás elucubraciones me dan un miedo terrible.

Notas del crepúsculo

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Socarrón ilustrado, payés emérito!

Buenísima y entrañable la entrevista que le hicieron en "A fondo" a finales de los setenta.

Las palabras que le dedicó a Borges eran infames, pero tratándose de Pla se lo perdono todo.

Salud