domingo, 30 de septiembre de 2007

Sofía y el desencantador

Subí al autobús en la parada acostumbrada. El vehículo estaba casi vacío, sólo viajaba una pareja, sentada en las filas centrales de asientos. Formaban un dúo extraño pero armónico: él era joven todavía, sin embargo en su aspecto había un vislumbre de fatiga, un cansancio que no parecía tener su origen en la extenuación física sino en una sobrecarga anímica, parecía portar un alma vieja, demasiado gravosa para su cuerpo; ella estaba en plena madurez, tenía esa belleza que alcanzan algunas mujeres pocas cuando rebasan la primera juventud y su adentro y su afuera parecen estar en perfecto equilibrio, toda su persona desprendía frescor, lozanía, dominio, plenitud, calma. Si tuviera que elegir el paradigma de la perfección humana, me decantaría por una mujer de este jaez.

Siempre que me encuentro con algo dotado de gracia uno tiene tendencia a la gravedad, de espíritu, me detengo a observarlo por el mero placer de la contemplación: la mirada curiosa e inocente de un niño, un artesano ejerciendo con destreza su oficio, un jardín reducido pero cuidado con esmero o, como en este caso, un hombre y una mujer en conjunción afortunada. Estaban tan absortos el uno en el otro que no se percataron de mi presencia cuando pasé a su lado por el pasillo central que dividía las filas de asientos. Me senté detrás de ellos pero a poca distancia para poder contemplarles a mi gusto.

Iban a iniciar una conversación. Una de las cosas más censurables en el hombre es, para mí, la curiosidad mórbida por las vidas ajenas, ese afán por conocer los detalles privados, personales, si son escabrosos mejor, en el fondo triviales, de nuestros semejantes, toda esa materia impura que conforma la borra de la vida a la que ninguna persona se escapa, la quincallería consuetudinaria: el estado de nuestros pegujales, nuestras costumbres higiénicas, si viajamos mucho o poco o nada, a quién otorgamos los placeres del tacto y quién nos los otorga, si estamos saludables o achacosos… Ya me disponía a levantarme e ir hacia el fondo del autobús para no traicionar su intimidad cuando me percaté de que los primeros giros del diálogo auguraban una charla nada convencional, un intercambio de reflexiones generales entre dos personas de cierta inteligencia y discreción. Transcribo a continuación, de manera aproximada, el diálogo mantenido por el desencantador le llamo así porque su nombre no fue pronunciado durante la conversación y Sofía.

Desencantador: … yo también puedo apreciar los encantos de la vida, no te creas, sólo que hay una tendencia innata en mí a demorarme en el lado más devastado de lo cotidiano, yo veo eriales en donde otros ven oasis porque no pueden reparar en ellos, están adormecidos por la costumbre, víctimas de la sabiduría convencional; es como en el cuadro de Münch, yo oigo los gritos de la gente, percibo en sus rostros la frustración de los que han comprendido y el vacío de los que ignoran.

Sofía: Umm… tendencias innatas, yo no estaría tan segura. A ti lo que te ocurre es que estás inserto en una espiral de pensamientos negativos que obturan tus percepciones o, si quieres, te las tamizan de tal forma que siempre van a parar a ese cenagal en el que tanto, reconócelo, te gusta chapotear. Quizás hayas nacido con esa propensión pero estimo que te regocijas excesivamente en ella, te complaces en esa actitud sin explorar otras sendas, alimentando una hoguera en cuya proximidad te sientes cómodo.

D: Permíteme que libere por un momento al pedante impertinente que siempre me acompaña para decirte que la expresión: “espiral de pensamientos negativos”, en apariencia ocurrente, no es demasiado acertada, es un híbrido entre lo docto y lo coloquial que no se ajusta a la realidad que pretende expresar. Para definir los abismos internos no hay otra opción que recurrir al lenguaje poético para alcanzar la precisión y la elocuencia. Yo creo que estoy habitado por el desencanto, un desencanto inveterado al que no logro cifrar un origen, de ahí lo de las tendencias innatas. Por lo demás, puede que estés en lo cierto, sin embargo te olvidas de las contrapartidas del desencanto, de los “prestigios de la melancolía”.

S: Seguramente te ha aportado mucho tu “desencanto” pero para poder apreciar sus supuestos beneficios en toda su amplitud, deberías contrastarlo, confrontarlo con la otra parte: la alegría de la desinhibición, la participación despreocupada en los modestos placeres terrenales, soltar las riendas de la conciencia de vez en cuando, mantener estabulado a tu hipertrofiado superyó, atreverte a ser feliz. Si lo intentases en serio, acaso mejoraría tu capacidad para desenvolverte en los “trajines de costumbre” como tú los llamas y abandonarías la queja perpetua y lastimera sobre tu incompetencia vital. Ya veo que te sonríes, no tienes remedio.

D: No te enfades Sofía. He crecido a la contra, apartado del calor humano aunque físicamente siempre haya habido personas en torno mío. Esto me ha hecho transitar otros ámbitos, más fríos, despoblados, la lucidez no se adquiere en el abandono y la entrega inconsciente sino en el dolor. He tenido que inventarme mi mundo porque el que habito no me gusta: lo mío es el sueño y la especulación, lo real visible sólo como pretexto y materia prima para el juego de dentro. Acaso tú también seas una invención mía, una parte de mi representación que cuando yo acabé desaparecerá, sé que el mundo terminará conmigo.

S: Yo también he leído a Schopenhauer, no reduzcas su pensamiento a unas fórmulas tan burdas. Creo que esta conversación me está empezando a cansar.

D: Tienes razón, en otro momento seguiré tratando de desencantarte, de, en palabras de Baudelaire: “inocularte mi veneno, hermana”, la nihilina galaica y tú espero que prosigas en tu empeño de redimirme de mi incompetencia vital. Pero sabes que nunca daré un rotundo sí.

Sofía esbozó un gesto de indiferencia, como si no hubiera oído esta última frase, reposó su cabeza en el hombro desencantado y se arrebujó contra él. No fue rechazada.

En ese momento el autobús hizo una parada, pese a que no era la mía, me bajé un poco avergonzado por mi indiscreción y al mismo tiempo dichoso por haber sido testigo de esta escena. He meditado durante largo tiempo si era conveniente reseñar este acontecimiento en este cuaderno sin lomo ni cubiertas, compuesto de páginas sin papel y letras no fijadas con tinta, donde me oculto mostrándome. Creo que, aun sin saberlo, Sofía y el desencantador escenificaron ese diálogo para que uno, a su manera torpe y perfunctoria, lo consignara aquí, tratando de evitar que esta ínfima porción de la realidad se diluyese del todo para siempre. En fin, bagatelas de otoño que diría Baroja.

miércoles, 26 de septiembre de 2007

La canción del baile

En respuesta a una persona discreta y encantadora, generadora de interrogantes y provocadora de reflexiones que, conociendo mi debilidad por Nietzsche, me preguntó si éste sabía expresar la verdad con un cuento. Por cierto, él se empeñó como pocos en demoler las verdades establecidas en su época, en hacer una “transvaloración de todos los valores” aceptados dejándonos, de este modo, horros para construir nuestras propias “verdades”, pergeñar nuestros propios autoengaños creativos (con esto contesto a otra cuestión planteada por mi querida contradictora). Es en su tarea de construcción en la que uno no siempre puede acompañarle.

La canción del baile

Un atardecer caminaba Zaratustra con sus discípulos por el bosque; y estando buscando una fuente he aquí que llegó a un verde prado a quien árboles y malezas silenciosamente rodeaban: en él bailaban, unas con otras, unas muchachas. Tan pronto como las muchachas reconocieron a Zaratustra dejaron de bailar; mas Zaratustra se acercó a ellas con gesto amistoso y dijo estas palabras:

«¡No dejéis de bailar, encantadoras muchachas! No ha llegado a vosotras, con mirada malvada, ningún aguafiestas, ningún enemigo de muchachas.

Abogado de Dios soy yo ante el diablo: mas éste es el espíritu de la pesadez. ¿Cómo habría yo de ser, oh ligeras, hostil a bailes divinos? ¿O a pies de muchacha de hermosos tobillos?

Sin duda soy yo un bosque y una noche de árboles oscuros: sin embargo, quien no tenga miedo de mi oscuridad encontrará también taludes de rosas debajo de mis cipreses.

Y asimismo encontrará ciertamente al pequeño dios que más querido les es a las muchachas: junto al pozo está tendido, quieto, con los ojos cerrados.

¡En verdad, se me quedó dormido en pleno día, el haragán! ¿Es que acaso corrió demasiado tras las mariposas?

¡No os enfadéis conmigo, bellas bailarinas, si castigo un poco al pequeño dios! Gritará ciertamente y llorará, - ¡mas a risa mueve él incluso cuando llora!

Y con lágrimas en los ojos debe pediros un baile; y yo mismo quiero cantar una canción para su baile:

Una canción de baile y de mofa contra el espíritu de la pesadez, mi supremo y más poderoso diablo, del que ellos dicen que es “el señor de este mundo”»

Y ésta es la canción que Zaratustra cantó mientras Cupido y las muchachas bailaban juntos:

En tus ojos he mirado hace un momento, ¡oh vida! Y en lo insondable me pareció hundirme.

Pero tú me sacaste fuera con un anzuelo de oro; burlonamente te reíste cuando te llamé insondable.

«Ése es el lenguaje de todos los peces, dijiste; lo que ellos no pueden sondar, es insondable.

Pero yo soy tan sólo mudable, y salvaje, y una mujer en todo, y no virtuosa:

Aunque para vosotros los varones me llame ‘la profunda’, o ‘la fiel’, ‘la eterna’, ‘la llena de misterio’.

Vosotros los varones, sin embargo, me otorgáis siempre como regalo vuestras propias virtudes - ¡ay, vosotros virtuosos!»

Así reía la increíble; mas yo nunca la creo, ni a ella ni a su risa, cuando habla mal de sí misma.

Y cuando hablé a solas con mi sabiduría salvaje, me dijo encolerizada: «Tú quieres, tú deseas, tú amas, ¡sólo por eso alabas tú la vida!»

A punto estuve de contestarle mal y de decirle la verdad a la encolerizada; y no se puede contestar peor que «diciendo la verdad» a nuestra propia sabiduría.

Así están, en efecto, las cosas entre nosotros tres. A fondo yo no amo más que a la vida - ¡y, en verdad, sobre todo cuando la odio!

Y el que yo sea bueno con la sabiduría, y a menudo demasiado bueno: ¡esto se debe a que ella me recuerda totalmente a la vida!

Tiene los ojos de ella, su risa, e incluso su áurea caña de pescar: ¿qué puedo yo hacer si las dos se asemejan tanto?

Y una vez, cuando la vida me preguntó: ¿Quién es, pues, ésa, la sabiduría? - yo me apresuré a responder: «¡Ah sí!, ¡la sabiduría!

Tenemos sed de ella y no nos saciamos, la miramos a través de velos, la intentamos apresar con redes.

¿Es hermosa? ¡Qué se yo! Pero hasta las carpas más viejas continúan picando en su cebo.

Mudable y terca es; a menudo la he visto morderse los labios y peinarse a contrapelo.

Acaso es malvada y falsa, y una mujer en todo; pero cabalmente cuando habla mal de sí es cuando más seduce.»

Cuando dije esto a la vida ella rió malignamente y cerró los ojos. «¿De quién estás hablando?, dijo, ¿sin duda de mí?

Y aunque tuvieras razón, - ¡decirme eso así a la cara! Pero ahora habla también de tu sabiduría.»

¡Ay, y entonces volviste a abrir tus ojos, oh vida amada! Y en lo insondable me pareció hundirme allí de nuevo. -

Así cantó Zaratustra. Mas cuando el baile acabó y las muchachas se hubieron ido de allí sintióse triste.

«Hace ya mucho que se puso el sol, dijo por fin; el prado está húmedo, de los bosques llega frío.

Algo desconocido está a mi alrededor y mira pensativo. ¡Cómo! ¿Tú vives todavía, Zaratustra? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Con qué? ¿Hacia dónde? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿No es tontería vivir todavía? -

Ay, amigos míos, el atardecer es quien así pregunta desde mí. ¡Perdonadme mi tristeza!

El atardecer ha llegado: ¡perdonadme que el atardecer haya llegado!»

Así habló Zaratustra.

Así habló Zaratustra. Friedrich Nietzsche.

domingo, 16 de septiembre de 2007

Saetas, breves decires, delirios al por menor. Serie Tercera

Me gusta esta sentencia capicúa: nada importa nada.


El eterno retorno de lo idéntico: esa especie de inmortalidad para ateos sin anclaje alguno en el mundo real donde el eremita de Sils-María incurre en el mismo tipo de superchería que tanto y tan bien se esforzó en evidenciar.


“Soy un místico y no creo en nada.” Gustave Flaubert. Difícil encontrar una autodefinición más certera.


Nietzsche es sublime cuando derriba, inaceptable cuando construye.


Usted es partidario del nihilismo.
No, yo no creo en eso.


Posible epitafio: “Quiso vivir. Raramente lo logró. Eso fue todo.”

sábado, 15 de septiembre de 2007

La voz a ti debida

Ahí, detrás de la risa,
ya no se te conoce.
Vas y vienes, resbalas
por un mundo de valses
helados, cuesta abajo;
y al pasar, los caprichos,
los prontos te arrebatan
besos sin vocación,
a ti, la momentánea
cautiva de lo fácil.
"¡Qué alegre!", dicen todos.
Y es que entonces estás
queriendo ser tú otra,
pareciéndote tanto
a ti misma, que tengo
miedo a perderte, así.

Te sigo. Espero. Sé
que cuando no te miren
túneles ni luceros,
cuando se crea el mundo
que ya sabe quien eres
y diga: "Sí, ya sé",
tú te desatarás,
con los brazos en alto,
por detrás de tu pelo,
la lazada, mirándome.
Sin ruido de cristal
se caerá por el suelo,
ingrávida careta
inútil ya, la risa.
Y al verte en el amor
que yo te tiendo siempre
como un espejo ardiendo,
tú reconocerás
un rostro serio, grave,
una desconocida
alta, pálida y triste,
que es mi amada. Y me quiere
por detrás de la risa.

La voz a ti debida. Pedro Salinas

Discurso sobre la muerte voluntaria

Un texto de Jean Améry sobre el suicidio o muerte voluntaria, como a él le gustaba denominarla. Era alguien que sabía muy bien de lo que hablaba.

Quien considere la idea de la muerte voluntaria, siquiera sea por algunos momentos o por puro ánimo de distracción, se sorprenderá del obstinado interés de la sociedad por la suerte final de quien lo intenta. Se trata de la misma sociedad que se ha ocupado bien poco de su ser y de su existencia. Se hace estallar una guerra: le llamará a filas y le ordenarán mantenerse firme en medio de sangre y hierro. Le ha quitado el trabajo después de haberlo educado para él: ahora está en el paro, se le paga con limosnas que consume, consumiéndose a sí mismo con ellas. Cae enfermo: sólo que desgraciadamente hay tan pocas camas de hospital disponibles, escasean los valiosos medicamentos, y el más valioso de todos, la habitación individual, no está a su disposición. Sólo ahora, cuando desea ceder ante la inclinación a la muerte, cuando ya no está dispuesto a oponerse al hastío del ser, cuando la dignidad y la humanidad le exigen concluir el asunto limpiamente y llevar a cabo lo que en cualquier caso tendrá que hacer algún día, desaparecer, solamente ahora la sociedad se comporta como si él fuera su bien más preciado, lo rodea de horrenda parafernalia técnica y lo entrega a la repulsiva ambición profesional de los médicos, que pondrán después su “salvación” en el haber de su cuenta profesional, como los cazadores cuando recorren la distancia de tiro del animal abatido. Piensan que lo han arrancado a la muerte, y se conducen como deportistas que han conseguido una marca extraordinaria.

Todo esto me parece muy poco normal. Quiero decir: por un lado la fría indiferencia que muestra la sociedad respecto al ser humano, y por otro la cálida preocupación por él cuando se dispone a abandonar voluntariamente la sociedad de los vivos ¿Acaso les pertenece?

Levantar la mano sobre uno mismo: discurso sobre la muerte voluntaria. Jean Améry

jueves, 13 de septiembre de 2007

El buril de Cronos

Nunca fuerzo el ósculo en las refriegas primigenias, sobre todo si se trata de doncellas, esto debe usted tenerlo muy en cuenta F.” Conocí en otro tiempo a un singular individuo del que nunca supe su nombre ni su residencia, si tenía familia o a qué se dedicaba para procurarse la pitanza. Siempre iba vestido de negro, “las personas elegantes no deberían emplear otro matiz cromático en su aliño indumentario”, en invierno nunca apeaba su sempiterna y rozagante capa hasta los tobillos lo que unido a su figura aplomada, rectilínea, majestuosa y a la ausencia de precipitación en cualquiera de sus actos le confería a toda su persona una peculiar apostura, una cachaza intempestiva digna de otra época menos atropellada que la nuestra. Podría pasar por un bohemio de principios del siglo XX, pero sin cochambre ni miseria. Un perdis impoluto y educado, como diría Kierkegaard, un donjuán anclado en la categoría de lo interesante.

Uno era muy joven, todo lo proveniente de él tenía el aura de lo “raro”, la distinción de lo brotado de un venero original e insobornable, sólo estaba pendiente del próximo encuentro, ávido de la siguiente confidencia que interpretaba como un auténtico privilegio, una deferencia inmerecida. “Le veo a usted siempre me trató de usted titubeante, oscilatorio, seguramente Cronos, empleando su insoslayable buril, terminará por pulirle esas impurezas, aunque esto siempre es incierto”. Soltaba estas parrafadas en tono solemne pero sin afectación, en otro las tildaríamos de infatuación, de impostada fachenda, en él no, eran naturales, sin sombra alguna de engolamiento ni vana pretenciosidad.

Un día, con esa avilantez e indiscreción propia de la bisoñez y la inocencia, le pregunté por qué vestía como lo hacía, qué le había conducido a vivir de ese modo, en definitiva, eso que nunca se debe de preguntar a nadie: por qué era así. Esbozó una media sonrisa, me miró sin asomo alguno de reproche ni impaciencia, dijo: “Verá usted F., yo soy un romántico, antes de que le explique en qué consiste eso, permítame hacerle un comentario acerca de los hombres. La vida en sociedad no es más que pura hipocresía, cálculo, prevención, vanidad. La gente es cobarde en su mayoría, no poseen la fortaleza ni el coraje suficiente para llevar a cabo sus sueños, se creen que viven, pero, como diría mi adorado Unamuno, sólo sueñan que viven y es mejor no despertarles. Únicamente unos cuantos osan vivir despiertos, han llegado a conocerse a sí mismos y no renuncian a desarrollar todas las capacidades alojadas en su interior, son los tildados de locos, excéntricos, “raritos” etc., suelen ser rehuidos, en ocasiones humillados, siempre orillados, marginados ya que son un recordatorio de la impotencia del hombre común. Bien, yo nací, mejor dicho me nacieron otra vez Unamuno─, a destiempo. Como usted no ignora, uno no elige dónde ni cuándo nace, tampoco el ambiente en que se cría, tan decisivo, todo en nosotros es puro fruto del azar aunque lo neguemos. Todo mi ser se rebela contra esta época lábil e inane, sin asideros, posmoderna como los mandarines hodiernos la nombran sin saber muy bien lo que eso significa, siempre seré un eterno insatisfecho, esta insatisfacción es el núcleo esencial del alma romántica. Creo que me hubiera sentido a gusto en la época del Romanticismo, ese gozne entre dos mundos. Los románticos históricos vislumbraron, algunos con notable precisión, a donde se dirigía la civilización occidental, al encadenamiento estúpido del hombre a sus propias creaciones, a una sumisión irracional a la tecnología maquinista de la que ya no podemos sustraernos. Mi aspecto externo, mi forma rebuscada de expresarme, con esos arcaísmos conscientes, mi negativa a inmolarme en cualquier “ocupación de provecho” son simplemente una forma de recordarme a mí mismo que yo no soy de aquí.” Fue la primera y última vez que me habló en ese tono.

Pasó el tiempo. No recuerdo ahora el motivo pero nuestros encuentros fueron menudeando, espaciándose. Las últimas veces que tuve oportunidad de verle, su figura antaño altanera y vertical comenzaba a declinar paulatinamente pero conservando todavía el destello de su antiguo esplendor. En cierta ocasión, después de una larga temporada sin vernos, me lo encontré paseando junto al mar, “ya estoy ahíto de requebrar a las dueñas, las doncellas quedaron atrás hace tiempo. Este céfiro pelágico, antaño vivificante, hogaño deletéreo... Ruar siempre la mismas estradas, cazcalear perpetuamente por los mismos bulevares, divisar continuamente la misma morralla con aspecto humano, genera tamo en el alma, usted debe saber esto F.” Nunca volví a saber de él. Cronos continúa su labor de buril.

sábado, 8 de septiembre de 2007

Barón d'Holbach

Citado si se citacomo uno más entre los satélites de las vedettes filosóficas de la Ilustración, Paul Henri Dietrich, Barón d'Holbach, es uno de los más insignes y preclaros confutadores de las imposturas, de las creencias y los desmanes de la religión, además de ser un eximio moralista. No es necesario precisar que sus libros fueron prohibidos en la época de su redacción, circulando en ediciones clandestinas. Hoy, lamentablemente, son bastante ignorados y de difícil acceso en román paladino. Dejo unos cuantos fragmentos de su obra.


Mil veces se ha visto en todas las partes de nuestro globo a fanáticos embriagados degollarse unos a otros, encender hogueras, cometer sin escrúpulo y por deber los mayores crímenes y hacer correr la sangre humana. ¿Para qué? Para hacer valer, mantener o propagar las conjeturas impertinentes de algunos entusiastas, o para acreditar los embustes de algunos impostores acerca de un ser que sólo existe en su imaginación y que sólo se da a conocer por los estragos, disputas y locuras que ha causado en la tierra.


Todo lo que sucede en el mundo nos prueba de la manera más clara que no está gobernado por un ser inteligente.


El sentimiento íntimo que nos hace creer que somos libres de hacer o no hacer una cosa no es más que una pura ilusión.


La vanidad del hombre le persuade de que es el centro único del universo; se hace un mundo y un Dios para él solo; se ve con bastante motivo para desordenar a su gusto la naturaleza, pero razona como ateo en cuanto se trata de los demás animales.


Es lo propio de la ignorancia preferir lo desconocido, lo oculto, lo fabuloso, lo maravilloso, lo increíble, lo terrible incluso, a lo que es claro, sencillo y verdadero.


Si los ministros de la Iglesia han permitido a menudo a los pueblos rebelarse por la causa del cielo, jamás les permitieron rebelarse por los males reales o las violencias conocidas.


Siempre es el carácter del hombre el que decide el carácter de su Dios; cada cual se fabrica uno para sí mismo y según él mismo.


Que esté permitido a cada uno pensar como quiera; pero que nunca le esté permitido perjudicar a nadie por su manera de pensar.


La existencia de otra vida sólo tiene por garante la imaginación de los hombres, que, suponiéndola, no hacen más que realizar el deseo de sobrevivirse a sí mismos, a fin de disfrutar con ello de una felicidad más duradera y pura de la que disfrutan en el presente.


Se pregunta qué motivos puede tener un ateo para hacer el bien. Puede tener el motivo de agradarse a sí mismo, de agradar a sus semejantes, de vivir feliz y tranquilo; de hacerse amar y considerar por los hombres, cuya existencia y disposiciones son mucho más seguras y más conocidas que las de un ser imposible de conocer.

El buen sentido o las ideas naturales opuestas a las sobrenaturales. Barón d'Holbach.

Saetas, breves decires, delirios al por menor. Serie Segunda


Cuando desperté el dinosaurio todavía estaba ahí. Este cuento [sic] de Augusto Monterroso es a la literatura lo que el "cuadro" de Malevich Cuadrado negro sobre fondo blanco a la pintura o el engendro, también motejado de readymade, Rueda de bibicleta de Duchamp a la escultura, una tomadura de pelo.


La malenconía y la melarquía son más melancólicas que la melancolía.


Iglesia Católica: la particular y, por lo que parece, imperecedera plaga otorgada por el Señor en su munificencia a Carpetovetonia, institución ésta de la cual, por cierto, siempre han estado muy ufanos una parte importante de los carpetovetones.


La obsesiva manía contemporánea por aprovechar el tiempo, por emprender una miríada de cosas, por estar siempre ocupado, es típica de quien no tiene nada propio que llevar a cabo.


Las personas que poseen una alta, como así la llaman, autoestima, son para mí totalmente incomprensibles.

viernes, 7 de septiembre de 2007

Hadewijch de Amberes

De la mística flamenca del siglo XIII, Hadewijch de Amberes, que escribió como nadie sobre el amor.

Por tristes que estén la estación y los pajarillos,
no debe estarlo el corazón noble.
Pero quien quiera afrontar los trabajos de Amor
de Él sólo tendrá que aprender
dulzura y crueldad,
alegría y dolor

lo que hay que probar en el servicio de Amor.

Las almas elevadas que en Amor crecieron,
capaces de amar en la insatisfacción,
deben ser siempre
fuertes y atrevidas,
dispuestas de continuo a aceptar
el consuelo o la aflicción
que Amor les reserve.

Los caminos del Amor son inauditos,
como bien sabe quien pretende seguirlos;
turban de repente al corazón resuelto,
el que ama no puede encontrar constancia.
Aquel a quien Amor
toca en el fondo del alma
conocerá muchas horas desoladas.

Tan pronto ardiente, tan pronto frío,
tan pronto tímido, tan pronto audaz;
muchos son los caprichos del Amor.
Pero a cada momento nos recuerda
nuestra inmensa deuda
con su elevado poder
que nos atrae y nos reclama para Él solo.

Tan pronto gracioso, tan pronto terrible,
próximo ahora, lejano después;
para quien le conoce y en él confía,
esto mismo es el gozo supremo.
¡Cómo Amor abraza y golpea a la vez!

Tan pronto humillado, tan pronto exaltado,
oculto ahora, revelado después;
para ser colmada por Amor un día
hay que correr riesgos y aventuras
hasta alcanzar
el punto en que se degusta
la pura esencia de Amor.

Tan pronto ligero, tan pronto pesado,
oscuro ahora, claro después;
en la dulce paz, en la asfixiante angustia
dando y recibiendo,
ésa es la vida de aquellos
que se pierden
en los caminos de Amor.

Poemas. Hadewijch de Amberes

lunes, 3 de septiembre de 2007

Velada en Utopía

Aunque era una de esas noches cálidas y apacibles de finales de verano, los comienzos fueron algo fríos. Éramos tres: mi amigo de siempre, una amiga suya y uno. Hablar de mi relación con este amigo sería una tarea compleja y prolija, baste decir que, aparte de familiares, es la única persona con la que mantengo voluntariamente contacto asiduo desde que era un adolescente y creo que este trato perdurará hasta que a alguno de los dos le llegue el momento del sic transit. Mientras nos desplazábamos hacia la ciudad, intentamos tímidamente esbozar alguna conversación pero estos intentos finalizaban casi al mismo momento de surgir y uno ya daba rienda suelta al cenizo protestón impaciente que lleva dentro, rumiaba: “ya lo sabía yo, esto ha sido un error”.

Antes de entrar en el restaurante, como aún no era la hora convenida en la reserva, decidimos ir a tomar algo a un bar situado en los aledaños. Quiso la casualidad que en dicho bar a esas horas se iba a perpetrar un concierto de música rock. Nosotros estábamos ubicados en una mesa al final del local y los intérpretes, al vernos tan alejados, decidieron subir los decibelios para que pudiésemos apreciar su arte en todo su esplendor, haciendo imposible cualquier conversación entre personas que estaban a treinta centímetros una de otra. Esta situación se nos reveló pronto como bastante cómica y, en lo que a uno respecta, le mejoró su predisposición. Aprovechaba los breves intervalos entre canción y canción para realizar cualquier comentario que había estado madurando durante las “virtuosas” ejecuciones nunca mejor empleado este términode los músicos, en el transcurso de las cuales, nos mirábamos unos a otros riéndonos ya que era lo único que podíamos hacer.

Arribamos a Utopía, el restaurante. Es un lugar confortable, con una decoración sobria y acogedora. El suelo está conformado por unas losas transparentes en cuyo fondo están dispuestas unas piedras blancas como cantos rodados sobre una superficie de grava también blanca. Si uno va mirando al suelo mientras camina parece que estuviese flotando y cada paso semeja el descenso de un peldaño hacia ese albino fondo pétreo. Entre las mesas hay unas mamparas de cristal que permiten a los comensales verse unos a otros y al mismo tiempo aíslan las conversaciones. Al principio el peso de la conversación recayó en uno que, como su amigo, es poco locuaz. A veces, cuando nos vamos de tertulia con unas cervezas de por medio, nos quedamos los dos abismados en nuestras cavilaciones como dos figuras marmóreas, inmóviles y estamos varios segundos o minutos se pierde la noción del tiempo en esos instantessin decir palabra y es con la única persona con la que ese silencio no es oneroso, opresivo y no es preciso romperlo diciendo “cualquier tontería por no estar callado”, debemos de parecer a los circunstantes, en esas ocasiones, dos alelados, un par de estatuas decorativas del local. Como decía, empezó uno hablando y surgieron varios temas, fueron cayendo: Dios (en realidad, para mí este Señor ya está caído desde hace unos siglos pero me complazco en evidenciar el absurdo de esta creencia siempre que encuentro a alguien tibio en este tema), optimismo vs pesimismo (huelga decir en qué bando combatieron mis legiones), egoísmo y altruismo, Machado y algunos otros de menor ralea y de recorrido más mundano. Pocas son las oportunidades que uno tiene de mantener conversaciones de este tipo, sobre todo con mujeres, y con mujeres tan inteligentes y sensibles como C., la amiga de mi amigo.

Después de la cena, nos introdujimos en uno de esos antros ya raramente frecuentados por uno con música a todo volumen y gente que se mueve como si estuviesen celebrando un rito de vudú o una sesión de candomblé con increíbles contorsiones y fantásticas cabriolas. Decir que uno no es precisamente un bailón sería demasiado indulgente para con uno mismo, para esas lides uno tiene la cintura de escayola y la coordinación de un pato mareado y, aunque eso no le importaba cuando era más joven, ya no. A pesar de las insistentes, amables y tentadoras invitaciones, perseveré en mi recalcitrante inmovilismo componiendo una figura tristona y lastimera en medio de la algarabía generalizada. Entre samba, chachachá, merengue, los más variados ritmos modernos y después de realizados unos cuantos volatines, algún grupo de piruetas y acrobacias varias, el amigo y C. venían a mi encuentro a pegar un poco la hebra conscientes de mi tendencia al escapismo, por si me fugaba en un descuido lo que hubiera sido injusto y poco elegante por mi parte. Así se me pasó la noche sin enterarme.

C. es una persona muy sensible, con la ternura a flor de piel y una permanente sonrisa dibujada en los labios que no es de atrezzo, como tantas otras. Yo creo que tiene cierta tendencia al esoterismo misticoide, dice poseer un don sensitivo para captar el interior, el aura de las personas, en términos budistas hablaríamos del karma, todo lo que está a la vista pero no vemos, acaso por no tener suficientemente desarrolladas las aptitudes que nos franquearían las puertas de esos recónditos saberes, lo intangible, más sustancial a veces que lo corpóreo, es decir, C. es una experta en la realidad invisible. Apoyándose en esas arcanas capacidades suyas, ha vaticinado, como si de una sibila antigua se tratase y como si nos encontrásemos en la escena final de Casablanca: “F., esto puede ser el principio de una gran amistad”. Abandono por un momento la literatura por el periodismo para confesar que, en realidad, sus declaraciones fueron: “tú y yo vamos a ser amigos”. A uno le encantaría que su augurio fuese acertado.

domingo, 2 de septiembre de 2007

Niña morena y ágil...

Niña morena y ágil, el sol que hace las frutas,
el que cuaja los trigos, el que tuerce las algas,
hizo tu cuerpo alegre, tus luminosos ojos
y tu boca que tiene la sonrisa del agua.

Un sol negro y ansioso se te arrolla en las hebras
de la negra melena, cuando estiras los brazos.
Tú juegas con el sol como con un estero
y él te deja en los ojos dos oscuros remansos.

Niña morena y ágil, nada hacia ti me acerca.
Todo de ti me aleja, como del mediodía.
Eres la delirante juventud de la abeja,
la embriaguez de la ola, la fuerza de la espiga.

Mi corazón sombrío te busca, sin embargo,
y amo tu cuerpo alegre, tu voz suelta y delgada.
Mariposa morena dulce y definitiva
como el trigal y el sol, la amapola y el agua.

Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Pablo Neruda

Retrato de un amigo virtual

Pese a no tener más que treinta años, A. lo ha leído todo, lo ha escuchado todo, lo ha visto todo. Es sobre todo en la disciplina auspiciada por Euterpe donde su dominio es muy amplio abarcando desde la música popular en los más variados estilos, naciones y épocas hasta la música culta contemporánea, que para uno es impenetrable. Es una de esas raras personas que sabe transmitir sus conocimientos con precisión y entusiasmo, de una manera un tanto ampulosa en ocasiones, pero siempre con gracia al fin y al cabo es oriundo de Al-Andalus nunca desde la impostación, contagiando su pasión al receptor de los mismos y provocando en él una inquietud por acceder a esos ignotos tesoros.

Uno ha intentado, a propósito de tal escritor o de tal libro de circulación y prestigio más reducido y minoritario, sorprenderle en una carencia, descubrirle alguna laguna en su polimorfa erudición para darse un poco de pisto ante él, tratando de mostrarse como un “entendido en la materia” siendo, en realidad, un archipámpano de la nada. Todos mis intentos devienen fútiles, no sólo conocerá las obras y los autores, algunos de ellos en sus idiomas originales o en ediciones en otras lenguas ya que domina varias, sino que podrá disertar sobre ellos descubriendo facetas y aspectos en los que uno no había reparado, enriqueciendo el goce de estas lecturas. Los débitos contraídos con él son ya numerosos y seguro que irán aumentando aunque nunca podré saldar esa deuda.

Sólo conozco su aspecto por fotografías pero, como estamos en La realidad invisible, no nos interesa describir las máscaras carnales ni las envolturas somáticas. Los territorios susceptibles de exploración aquí son los pensamientos, los ideales, los delirios del alma, las peripecias del espíritu y, sobre todo, los sentimientos. Su trato personal es cómodo, de talante afable pero respetuoso, no irrumpe en estancias demasiado privadas sin ser invitado, quizás porque él tampoco soporta que los demás lo hagan con su persona. Dotado para el ágora y el contacto humano más ligero, es uno de esos escasos seres que combina esta cualidad mundana con la propensión al abismo interior. Cultiva el yo pero no desdeña el mundo.

Algunas veces parece circundarle una calígine que le ateza el alma, una melarquía que le penetra desde lo hondo, no sé si a causa de esa “soledad central devastadora que me habita en la vida cotidiana”, como él mismo confiesa. Intuyo que es uno de esos sentimentales doloridos con el mundo. Esta peculiaridad anímica suya es la que me lleva a considerarle un espíritu fraterno.