“Nunca fuerzo el ósculo en las refriegas primigenias, sobre todo si se trata de doncellas, esto debe usted tenerlo muy en cuenta F.” Conocí en otro tiempo a un singular individuo del que nunca supe su nombre ni su residencia, si tenía familia o a qué se dedicaba para procurarse la pitanza. Siempre iba vestido de negro, “las personas elegantes no deberían emplear otro matiz cromático en su aliño indumentario”, en invierno nunca apeaba su sempiterna y rozagante capa hasta los tobillos lo que unido a su figura aplomada, rectilínea, majestuosa y a la ausencia de precipitación en cualquiera de sus actos le confería a toda su persona una peculiar apostura, una cachaza intempestiva digna de otra época menos atropellada que la nuestra. Podría pasar por un bohemio de principios del siglo XX, pero sin cochambre ni miseria. Un perdis impoluto y educado, como diría Kierkegaard, un donjuán anclado en la categoría de lo interesante.
Uno era muy joven, todo lo proveniente de él tenía el aura de lo “raro”, la distinción de lo brotado de un venero original e insobornable, sólo estaba pendiente del próximo encuentro, ávido de la siguiente confidencia que interpretaba como un auténtico privilegio, una deferencia inmerecida. “Le veo a usted ─siempre me trató de usted─ titubeante, oscilatorio, seguramente Cronos, empleando su insoslayable buril, terminará por pulirle esas impurezas, aunque esto siempre es incierto”. Soltaba estas parrafadas en tono solemne pero sin afectación, en otro las tildaríamos de infatuación, de impostada fachenda, en él no, eran naturales, sin sombra alguna de engolamiento ni vana pretenciosidad.
Un día, con esa avilantez e indiscreción propia de la bisoñez y la inocencia, le pregunté por qué vestía como lo hacía, qué le había conducido a vivir de ese modo, en definitiva, eso que nunca se debe de preguntar a nadie: por qué era así. Esbozó una media sonrisa, me miró sin asomo alguno de reproche ni impaciencia, dijo: “Verá usted F., yo soy un romántico, antes de que le explique en qué consiste eso, permítame hacerle un comentario acerca de los hombres. La vida en sociedad no es más que pura hipocresía, cálculo, prevención, vanidad. La gente es cobarde en su mayoría, no poseen la fortaleza ni el coraje suficiente para llevar a cabo sus sueños, se creen que viven, pero, como diría mi adorado Unamuno, sólo sueñan que viven y es mejor no despertarles. Únicamente unos cuantos osan vivir despiertos, han llegado a conocerse a sí mismos y no renuncian a desarrollar todas las capacidades alojadas en su interior, son los tildados de locos, excéntricos, “raritos” etc., suelen ser rehuidos, en ocasiones humillados, siempre orillados, marginados ya que son un recordatorio de la impotencia del hombre común. Bien, yo nací, mejor dicho me nacieron ─otra vez Unamuno─, a destiempo. Como usted no ignora, uno no elige dónde ni cuándo nace, tampoco el ambiente en que se cría, tan decisivo, todo en nosotros es puro fruto del azar aunque lo neguemos. Todo mi ser se rebela contra esta época lábil e inane, sin asideros, posmoderna como los mandarines hodiernos la nombran sin saber muy bien lo que eso significa, siempre seré un eterno insatisfecho, esta insatisfacción es el núcleo esencial del alma romántica. Creo que me hubiera sentido a gusto en la época del Romanticismo, ese gozne entre dos mundos. Los románticos históricos vislumbraron, algunos con notable precisión, a donde se dirigía la civilización occidental, al encadenamiento estúpido del hombre a sus propias creaciones, a una sumisión irracional a la tecnología maquinista de la que ya no podemos sustraernos. Mi aspecto externo, mi forma rebuscada de expresarme, con esos arcaísmos conscientes, mi negativa a inmolarme en cualquier “ocupación de provecho” son simplemente una forma de recordarme a mí mismo que yo no soy de aquí.” Fue la primera y última vez que me habló en ese tono.
Pasó el tiempo. No recuerdo ahora el motivo pero nuestros encuentros fueron menudeando, espaciándose. Las últimas veces que tuve oportunidad de verle, su figura antaño altanera y vertical comenzaba a declinar paulatinamente pero conservando todavía el destello de su antiguo esplendor. En cierta ocasión, después de una larga temporada sin vernos, me lo encontré paseando junto al mar, “ya estoy ahíto de requebrar a las dueñas, las doncellas quedaron atrás hace tiempo. Este céfiro pelágico, antaño vivificante, hogaño deletéreo... Ruar siempre la mismas estradas, cazcalear perpetuamente por los mismos bulevares, divisar continuamente la misma morralla con aspecto humano, genera tamo en el alma, usted debe saber esto F.” Nunca volví a saber de él. Cronos continúa su labor de buril.
2 comentarios:
Maravillosa semblanza y extraordinaria persona (o personaje, tanto si es real como producto de la fabulación literaria, cosa que en el fondo importa poco, es impresionante).
¿Ha logrado sus efectos el buril de Cronos?
Sin duda era una persona inolvidable. Uno no entiende muy bien qué clase de afinidad o atractivo columbró en uno para considerarle merecedor de su compañía, seguro que le conmovió mi desamparo de muchacho "oscilatorio" como él lo definía.
Me recuerda un poco al gran poeta malagueño -que tan bien conoces- Joaquín Maldonado, ese joven de la tercera edad, como él se denominaba a sí mismo . Como siempre, has sabido "leer".
A Cronos le ha caído una ardua tarea con uno, todavía me burila sin descanso. De una forma o de otra, este dios siempre concluye su labor.
Un saludo.
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