miércoles, 16 de julio de 2008

Saetas, breves decires, delirios al por menor. Serie Décima. Ateísmo


El ateísmo es la única opción con respecto a la divinidad monoteísta para quien decide no renunciar a la reflexión racional.


El creyente es alguien que se niega a aceptar las evidencias en relación a un tema determinado. Podríamos decir que las luces de la razón de un creyente se obstinan en apagarse cuando su “Señor” hace acto de presencia.


Suele achacársele al ateo que es un creyente a la inversa, o incluso, que él realmente cree aunque lo ignore. ¿Por qué la gente se empecina en que los demás participen de sus delirios?


Una de las pruebas más diáfanas de la filiación humana de Dios: su tedio. No pudo soportar una eternidad dedicada a la onfaloscopia y creó un Universo para su solaz y recreo. Lástima que pese a su omnipotencia el resultado haya sido bastante discutible.


“Matar está mal, aunque sea a moros” le oí proferir a un sacerdote en el púlpito mientras glosaba las proezas de Santiago Matamoros. Lo curioso es que esta gente suele pensar que creer en Dios está bien, aunque sea Alá.


¿Por qué conlleva mayor carga ética la buena acción de un ateo que la de un creyente? Porque el ateo actúa siguiendo sus propios principios, en los que sólo caben consideraciones humanas, terrenas, su acto es consecuencia de una moral propia, elegida libremente, para realizarlo no necesita ninguna recompensa ultramundana ni la coerción de unas normas impuestas por un Ser sólo existente en la conciencia de unos cuantos iluminados que no desean emplear su raciocinio.


Pretender que en nuestras conductas nos guiemos por y acatemos las parábolas, proverbios, fábulas y consejas reunidos por una tribu de pastores nómadas que erraban por los desiertos hace más de veinte siglos… ¿no es esto verdaderamente ridículo?