Subí al autobús en la parada acostumbrada. El vehículo estaba casi vacío, sólo viajaba una pareja, sentada en las filas centrales de asientos. Formaban un dúo extraño pero armónico: él era joven todavía, sin embargo en su aspecto había un vislumbre de fatiga, un cansancio que no parecía tener su origen en la extenuación física sino en una sobrecarga anímica, parecía portar un alma vieja, demasiado gravosa para su cuerpo; ella estaba en plena madurez, tenía esa belleza que alcanzan algunas mujeres ─pocas─ cuando rebasan la primera juventud y su adentro y su afuera parecen estar en perfecto equilibrio, toda su persona desprendía frescor, lozanía, dominio, plenitud, calma. Si tuviera que elegir el paradigma de la perfección humana, me decantaría por una mujer de este jaez.
Siempre que me encuentro con algo dotado de gracia ─uno tiene tendencia a la gravedad─, de espíritu, me detengo a observarlo por el mero placer de la contemplación: la mirada curiosa e inocente de un niño, un artesano ejerciendo con destreza su oficio, un jardín reducido pero cuidado con esmero o, como en este caso, un hombre y una mujer en conjunción afortunada. Estaban tan absortos el uno en el otro que no se percataron de mi presencia cuando pasé a su lado por el pasillo central que dividía las filas de asientos. Me senté detrás de ellos pero a poca distancia para poder contemplarles a mi gusto.
Iban a iniciar una conversación. Una de las cosas más censurables en el hombre es, para mí, la curiosidad mórbida por las vidas ajenas, ese afán por conocer los detalles privados, personales, si son escabrosos mejor, en el fondo triviales, de nuestros semejantes, toda esa materia impura que conforma la borra de la vida a la que ninguna persona se escapa, la quincallería consuetudinaria: el estado de nuestros pegujales, nuestras costumbres higiénicas, si viajamos mucho o poco o nada, a quién otorgamos los placeres del tacto y quién nos los otorga, si estamos saludables o achacosos… Ya me disponía a levantarme e ir hacia el fondo del autobús para no traicionar su intimidad cuando me percaté de que los primeros giros del diálogo auguraban una charla nada convencional, un intercambio de reflexiones generales entre dos personas de cierta inteligencia y discreción. Transcribo a continuación, de manera aproximada, el diálogo mantenido por el desencantador ─le llamo así porque su nombre no fue pronunciado durante la conversación─ y Sofía.
─Desencantador: … yo también puedo apreciar los encantos de la vida, no te creas, sólo que hay una tendencia innata en mí a demorarme en el lado más devastado de lo cotidiano, yo veo eriales en donde otros ven oasis porque no pueden reparar en ellos, están adormecidos por la costumbre, víctimas de la sabiduría convencional; es como en el cuadro de Münch, yo oigo los gritos de la gente, percibo en sus rostros la frustración de los que han comprendido y el vacío de los que ignoran.
─Sofía: Umm… tendencias innatas, yo no estaría tan segura. A ti lo que te ocurre es que estás inserto en una espiral de pensamientos negativos que obturan tus percepciones o, si quieres, te las tamizan de tal forma que siempre van a parar a ese cenagal en el que tanto, reconócelo, te gusta chapotear. Quizás hayas nacido con esa propensión pero estimo que te regocijas excesivamente en ella, te complaces en esa actitud sin explorar otras sendas, alimentando una hoguera en cuya proximidad te sientes cómodo.
─D: Permíteme que libere por un momento al pedante impertinente que siempre me acompaña para decirte que la expresión: “espiral de pensamientos negativos”, en apariencia ocurrente, no es demasiado acertada, es un híbrido entre lo docto y lo coloquial que no se ajusta a la realidad que pretende expresar. Para definir los abismos internos no hay otra opción que recurrir al lenguaje poético para alcanzar la precisión y la elocuencia. Yo creo que estoy habitado por el desencanto, un desencanto inveterado al que no logro cifrar un origen, de ahí lo de las tendencias innatas. Por lo demás, puede que estés en lo cierto, sin embargo te olvidas de las contrapartidas del desencanto, de los “prestigios de la melancolía”.
─S: Seguramente te ha aportado mucho tu “desencanto” pero para poder apreciar sus supuestos beneficios en toda su amplitud, deberías contrastarlo, confrontarlo con la otra parte: la alegría de la desinhibición, la participación despreocupada en los modestos placeres terrenales, soltar las riendas de la conciencia de vez en cuando, mantener estabulado a tu hipertrofiado superyó, atreverte a ser feliz. Si lo intentases en serio, acaso mejoraría tu capacidad para desenvolverte en los “trajines de costumbre” como tú los llamas y abandonarías la queja perpetua y lastimera sobre tu incompetencia vital. Ya veo que te sonríes, no tienes remedio.
─D: No te enfades Sofía. He crecido a la contra, apartado del calor humano aunque físicamente siempre haya habido personas en torno mío. Esto me ha hecho transitar otros ámbitos, más fríos, despoblados, la lucidez no se adquiere en el abandono y la entrega inconsciente sino en el dolor. He tenido que inventarme mi mundo porque el que habito no me gusta: lo mío es el sueño y la especulación, lo real visible sólo como pretexto y materia prima para el juego de dentro. Acaso tú también seas una invención mía, una parte de mi representación que cuando yo acabé desaparecerá, sé que el mundo terminará conmigo.
─S: Yo también he leído a Schopenhauer, no reduzcas su pensamiento a unas fórmulas tan burdas. Creo que esta conversación me está empezando a cansar.
─D: Tienes razón, en otro momento seguiré tratando de desencantarte, de, en palabras de Baudelaire: “inocularte mi veneno, hermana”, la nihilina galaica y tú espero que prosigas en tu empeño de redimirme de mi incompetencia vital. Pero sabes que nunca daré un rotundo sí.
Sofía esbozó un gesto de indiferencia, como si no hubiera oído esta última frase, reposó su cabeza en el hombro desencantado y se arrebujó contra él. No fue rechazada.
En ese momento el autobús hizo una parada, pese a que no era la mía, me bajé un poco avergonzado por mi indiscreción y al mismo tiempo dichoso por haber sido testigo de esta escena. He meditado durante largo tiempo si era conveniente reseñar este acontecimiento en este cuaderno sin lomo ni cubiertas, compuesto de páginas sin papel y letras no fijadas con tinta, donde me oculto mostrándome. Creo que, aun sin saberlo, Sofía y el desencantador escenificaron ese diálogo para que uno, a su manera torpe y perfunctoria, lo consignara aquí, tratando de evitar que esta ínfima porción de la realidad se diluyese del todo para siempre. En fin, bagatelas de otoño que diría Baroja.
1 comentario:
Un nuevo encuentro inspirador en la realidad invisible. No diré para nada porque no quiero condescender a un comentario de texto, sólo que me ha gustado mucho y que, tras la lectura del texto, me he quedado rumiando la máxima irrefutable de que en este mundo puede conseguirse la libertad, pero al precio de una absoluta soledad interior, inexpugnable y permanente.
Bello texto, sí señor
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