Varado en sus divagaciones saturninas
meditando funestas determinaciones
fantaseando con dulzuras
siempre postergadas,
con el aliento marchito
por el luto perpetuo
guardado en honor
de tragedias no acontecidas,
de su máscara fatigado
y hastiado de su sombra.
Nada es a ella más ajeno
que el limo de la ebriedad melancólica.
Un chasquido de sus dedos
logra disipar la más densa calígine.
Escuchando su voz profunda y dulce y clara
uno, inveterado descreído, no consigue eludir
el asentimiento a los prodigios cotidianos
convocados sin esfuerzo por ella
gracias a su benévola taumaturgia.
Imposible no considerar
en ciertos casos
que así estaba escrito
que algunos encuentros se producen
siguiendo la misma y fatal necesidad
con la que los astros
se atraen entre sí,
las olas rompen contra el espigón
o la flor se marchita
tras su exiguo fulgor,
que la dicha sólo es alcanzable
en la perpetua compañía de otro ser,
nuestro cómplice vital,
y que Shelley acertaba
al decir a su amada:
“Tú eres mi mejor yo”.
Icemos nuestra negra bandera,
a las derivas del porvenir
aproemos la común nave,
la travesía será propicia
ahora que nos hemos reconocido.
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