Vivo en una casa pequeña ubicada en las afueras de una ciudad mediana lo que supone una ventaja grande. La propiedad contiene una porción de terreno en su parte delantera donde suelen aparcarse dos o tres coches. Para facilitar la salida de los vehículos hay dispuesta una corta pero empinada rampa de cemento que desemboca en una carretera con cierta pendiente. La compensación de estas dos inclinaciones ─rampa y carretera─, que están en oposición, provoca que en uno de los laterales de la cuesta de salida se forme una especie de poyo con una altura óptima para el asiento de una persona que, al mismo tiempo que queda a resguardo de la escasa circulación soportada por la carretera, no estorba el libre tránsito de los automóviles de la vivienda. La vía comunica con un polígono industrial de creación algo reciente y poco desarrollado todavía. Con escaso tráfico, sus calles son amplias, con buenas aceras, zonas ajardinadas con bancos y alguna que otra instalación deportiva. Todas estas circunstancias lo convierten en un destino atractivo para las personas mayores, que pueden ir a pasear por la zona con tranquilidad, sin estar preocupados de que algún desaprensivo cabalgando cuatro ruedas les pase por encima y sin tener que divisar un continuo desfile de chatarra motorizada.
Uno de estos días, fui a depositar unas bolsas de basura en los contenedores que se encuentran a unos diez metros de la salida de mi casa. En esa especie de asiento al que antes he hecho mención, se encontraba sentada una anciana tomándose un respiro antes de proseguir la caminata con un bastón situado a su izquierda. En el trayecto de ida hacia los contenedores me la encontré de espaldas, no le dije nada. Una vez dejado el cargamento me dispuse a volver hacia casa, esta vez ya me cruzaba con ella de frente por lo que, a pesar de no conocerla, le iba a saludar, un simple “hola” de cortesía. Me estaba acercando a su altura ya preparado para proferir el saludo cuando la mujer me dijo: “Señor, ¿le molesta que esté aquí sentada?”. No supe reaccionar en ese momento, ocioso es decir que la buena señora no causaba ninguna molestia allí sentada, me sorprendió tanto esa muestra de respeto en una persona tan mayor hacia alguien mucho más joven que ella, esa consciencia de que uno no está solo en el mundo y hay que tener en consideración al otro incluso en una cuestión tan banal y en cierto modo innecesaria como ésta que tardé un par de segundos en responderle, le contesté: “No molesta en absoluto, puede quedarse ahí todo el tiempo que quiera”.
Quizás la mujer sólo pretendía iniciar una breve conversación con la que pasar un poco el rato; quizás estas muestras de educación que he observado con bastante asiduidad en personas de cierta edad, incluidas aquellas que no han podido acceder a una educación letrada, sean consecuencia de haberse formado en una sociedad más cerrada que la nuestra, donde la subordinación al principio de autoridad era férrea e incontestable. En cualquier caso, a mí siempre me agradan y me admiran cuando soy testigo de ellas.
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