Esta es una de esas tardes desocupadas y ociosas que uno añora cuando no tiene oportunidad de disfrutarlas y que cuando están a su disposición no sabe muy bien en qué emplearlas, cómo rellenar su transcurso, con qué poblar estas horas de tedio y mesurada desolación. Es curiosa la forma en que la mente codifica y archiva nuestros recuerdos, nuestras vivencias. Acontecimientos nimios, o que así nos lo parecen, quedan fijados en la conciencia como si allí hubiesen sido grabados con un hierro candente, en cambio otros sucesos, más próximos en el tiempo o que en el momento de ocurrir nos parecieron importantes en nuestra vida, se van diluyendo sin dejar el menor rastro.
Uno de mis recuerdos más tempranos –tendría unos cuatro años– se remonta a cuando empecé a asistir a unas clases particulares que impartía una vecina nuestra. Sé que suceso tan baladí quizás no mereciese ser reseñado ni tan siquiera en este humilde cuaderno virtual, pero lo significativo de esta reminiscencia para mí no es su pobre contenido sino la forma en que se me presenta, su visualización, la manera en que uno “ve”, se “ve” a sí mismo al rememorarlo. Para llegar desde mi casa hasta la de Doña Margarita, la dulce, paciente y sufrida maestra, había que recorrer un breve trayecto por una pista asfaltada que arribaba a la parte cimera de un estrecho y pedregoso camino al final de cuya pendiente se encontraba la “pasantía”, mi primera escuela. Pues bien, en este primigenio recuerdo me veo ese primer día a mí mismo desde fuera, me estoy observando como dicen que les sucede a las personas que tienen experiencias próximas a la muerte, es como si mi mente fuese el objetivo de una cámara que, situada al final del camino que conducía a esta casa donde recibí mis primeras enseñanzas, estuviese enfocándome a mí y a mi hermana (mi hierofante para la ocasión) en la parte alta del sendero, justo al borde de la carretera, ya dispuesta ella a dejarme sólo ante lo desconocido y uno, con sus pantaloncitos cortos de la época, su bolsa de plástico con asas donde llevaba sus precarios adminículos de discente bisoño y con su cara de…
Otro recuerdo, real y verdadero, más reciente aunque no podría datarlo con exactitud, que hoy se me ha insinuado tiene otro protagonista además del que junta estas letras. Estaba esperando en cierta oportunidad un autobús para dirigirme a la ciudad. La parada se encontraba bastante concurrida en ese momento, ubicada en un núcleo semiurbano, eran las primeras horas de la tarde que suelen ser las de mayor afluencia de usuarios de este tipo de transporte. Decía que aguardaba en la parada cuando un hombre de mediana edad que estaba paseando por la acera que cruza el lugar destinado a subirse y apearse del autobús se paró delante de mí. Su aspecto era desastrado sin llegar a evidenciar una indigencia extrema y al mismo tiempo había algo en su persona que le confería cierta distinción. Me pidió con cortesía si le podía decir la hora. Se la dije y acto seguido, el hombre se remangó el brazo izquierdo dejando descubierta la muñeca en la que había un reloj de apreciable calidad, comentó: “Veo que anda bien”. Me miró con una sonrisa franca en los labios, sin asomo alguno de burla ni mofa hacia mi persona, me tendió su mano que acepté, y después de darme las gracias, me felicitó la Navidad, ya que todo esto sucedió en esa época del año.
Algunas veces he meditado sobre este asunto trivial en apariencia y algo raro. He llegado a la conclusión de que este hombre era un ángel, un poco parecido a ese otro, Clarence, que sale en ¡Qué bello es vivir! y quería ganarse sus alas conmigo; pero después, reflexionando más a fondo, he considerado que, para ganarse sus volátiles apéndices, seguramente las celestes autoridades le exigirían alguna misión de más enjundia y provecho, dudo que en el Cielo estén libres de la ortodoxia utilitaria, tampoco oí el tintineo de ninguna campanilla cuando el se marchó. En realidad, debía de tratarse de un ángel desangelado, acaso desdeñado por los coros celestiales, esquivado por tronos y potestades, orillado por los serafines y los querubines, no admitido entre los arcángeles que reconoció a un espíritu afín y quiso reconfortarle con un apretón de manos para hacerle sentirse, y de esta forma sentirse él mismo, un poco más amparado en su desamparo.
Ay, estas tardes otoñales, tristonas, deslucidas, nos introducen en peregrinos vericuetos, nos enmarañan en su viscosa liga y… oigo unos aldabonazos en la puerta. Discúlpadme, vuelvo enseguida.
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Ya estoy aquí de nuevo, perdón por la interrupción. Era una peculiar mujer la que preguntaba por uno. Vestía un traje talar blanco. Cuando le abrí la puerta se le dibujó un gesto de severidad en el rostro, por lo demás hermoso. Extendió su brazo derecho hacia mí. Tenía el puño bien cerrado y apretado, fue abriendo su mano pausadamente hasta que pude ver, sobre la nívea palma, un pajarito negro con el pico abierto, muerto por asfixia.
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