Hay días en que la vacuidad y el absurdo de la vida se nos muestran con una implacable certeza, sin dejar el mínimo resquicio a la ilusión o el autoengaño. En estas circunstancias dedicarse a la obligatoria labor de crear nuestras propias falsedades generadoras de confianza, pergeñar las mentiras motrices de nuestros actos, se torna una empresa abocada al fracaso más rotundo.
El 25 de abril de 1936, Cesare Pavese anotó en su diario: “Hoy, nada.” Late en esta breve frase una tragedia silenciosa que se resiste a permanecer ignorada. Este lamento sin énfasis por algo irrecuperable, esas jornadas oceánicas de tedio estéril cuya única finalidad parece ser emponzoñar aún más el gravoso trajín cotidiano, acrecentar la pesadumbre inherente a esa correría por el devenir en la que nos hemos visto involucrados, estas dos palabras tan comunes, decía, conforman una síntesis precisa, antirretórica e implacable de esta clase de vivencias.
Escribe otro día: “Es verdad que sufriendo se pueden aprender muchas cosas. Lo malo es que al haber sufrido hemos perdido fuerzas para servirnos de ellas.” Acaso nunca sabremos si fueron este tipo de reflexiones que parecen emerger de días más llenos o, por el contrario, las emanadas de las tribulaciones sugeridas por las jornadas del vacío, el detonante de estas frases, escritas el 18 de agosto de 1950:
“Siempre sucede lo más secretamente temido.
Escribo: Oh Tú, ten piedad. ¿Y después?
Basta un poco de valor.
Cuanto más preciso y determinado es el dolor, más se debate el instinto de vivir, y se debilita la idea del suicidio.
Parecía fácil, al pensarlo. Y sin embargo hay mujercitas que lo han hecho. Hace falta humildad, no orgullo.
Todo esto da asco.
No palabras. Un gesto. No escribiré más.”
Fue lo último que escribió antes de suicidarse.
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