Escribí este articulito en el año 2000 en un periódico sindical.
Ocho, ocho, ocho.
Uno de los pocos argumentos rescatables de la doctrina cristiana es el de ver al trabajo como un castigo y una maldición divina. A pesar de los reproches que se pueden hacer a esta antigua secta, su visión del trabajo es mucho más moderna y acertada que la de la época actual, en la cual el trabajo ha llegado a ser un bien deseable en sí mismo y, para algunos, la dignificación del ser humano.
Parece un anacronismo seguir reivindicando en el año 2000 lo que debiera estar superado desde hace ya mucho tiempo, como son los tres famosos “ochos” en que se dividirían las veinticuatro horas de un trabajador: ocho horas de trabajo, ocho horas de ocio, ocho horas de sueño. Esta reivindicación tiene ya más de un siglo y los trabajadores que gozan hoy de estas condiciones son una minoría privilegiada. Teniendo en cuenta el avance tecnológico actual, y aún poniéndole reparos a esta fórmula pues, por ejemplo, no siempre se tiene en cuenta el tiempo de desplazamiento hasta el puesto de trabajo, además del empleado en necesidades básicas (alimentación, aseo, etc.), que tenemos que restar al ocio o al sueño, supone una negligencia, por no decir una iniquidad, de esta civilización no tener logrado ni tan siquiera esta pequeña recompensa para quien está obligado a trabajar para vivir. Nótese bien: trabajar para vivir y no vivir para trabajar.
A mediados del siglo XIX, Henry David Thoreau dijo: “me gustaría sugerir que una persona puede ser industriosa y sin embargo no utilizar correctamente el tiempo. No hay peor inepto que aquel que gasta la mayor parte de su tiempo en ganarse la vida”. Creo que esto es más cierto ahora que en el momento en que fue escrito.
Lo malo no es que pueda seguir afirmando lo mismo en este 2007, sino que uno no consigue atisbar propósito de enmienda, por leve que éste pudiera ser.
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