domingo, 4 de noviembre de 2007

Raíces en la escalera

Hace unas semanas murió un tío mío, hermano de mi padre. Se acercó por esas fechas mi prima, su hija, hasta nuestra casa para comentar los detalles de su muerte, los preparativos para el entierro y demás circunstancias que rodean estos trances. Había muerto el hombre tras varios años de complicaciones en su salud de todo tipo, el tramo final fue duro para su familia con un desenlace esperado e ineluctable que hubo de aguardarse durante meses en los cuales su cuerpo se fue consumiendo, apagándose poco a poco hasta la extinción final.

Estos sucesos luctuosos dan lugar a confidencias íntimas sobre nuestros sentimientos, experiencias y vivencias en torno a nuestros muertos y su tránsito. Comentaba mi madre a mi prima que los zuecos de su padre emitían un sonido característico cuando subía la escalera externa de piedra que conduce al piso superior de nuestra casa, de dos plantas. Ella se acordaba de cuando él ascendía por la escalera con mis hermanos mayores no tuve la suerte de conocer a mi abuelo― a caballito haciéndoles carantoñas y jugueteando con ellos y cómo ella, después de muerto mi abuelo, siguió oyendo durante bastante tiempo el taconeo característico de sus zuecos mezclado con las risas y la algarabía de mis hermanos al subir la escalera. Fue en este momento cuando se disparó mi resorte anímico trasladándome a la muerte de mi padre.

El teclado que ahora mismo estoy aporreando está situado en una mesa adosada a una pared por cuya parte externa discurre la escalera a la que antes aludía. Sentado a esta mesa he pasado y paso muchas horas leyendo, pensando, soñando y también, desde hace un tiempo, escribiendo. Nunca tuve una relación padre-hijo profunda con mi padre, sin habernos llevado nunca mal, tampoco habíamos acabado de congeniar del todo, quizás porque nuestras sensibilidades se encontraban demasiado alejadas, a una distancia insalvable, diría yo. Era un hombre afable, con un gran don de gentes y una simpatía natural que la precaria salud padecida durante casi toda su vida no logró mitigar. A la hora en que él se disponía a completar su diaria ronda nocturna por las tabernas de las cercanías, yo solía estar acodado a esta misma mesa o en sus aledaños, cultivando mi jardín, escuchaba sus pasos vacilantes, premiosos descendiendo los peldaños. Tenía problemas circulatorios en las piernas y no podía andar bien, aventuraba primero un pie, cuando éste estaba afianzado sobre la baldosa del escalón inmediatamente inferior se le iba a reunir el otro, una vez conquistado este terreno a por el siguiente, así sucesivamente hasta completar la bajada de los diecinueve escalones que componen la escalera.

Bien, después de su muerte, de la que he hablado en otro sitio, me sucedió exactamente lo mismo que refería mi madre, continué oyendo el descenso de mi padre por la escalera durante una temporada hasta percatarme de lo ilusorio de esta percepción. Ocurrió también en esta época que tuve varias veces un sueño apocatastático sentido como muy real, soñaba que todo había sido fruto de un error, mi padre no estaba realmente muerto, todo se debía a una trágica confusión, las cosas retornarían a su punto de partida. Supongo que uno añoraba el sonido del golpeteo machacón y titubeante de sus pies sobre nuestra escalera.

Quiero dejar aquí un recuerdo para Antonio, mi abuelo, para Chucho, mi padre y para Luis, mi tío.

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