miércoles, 28 de noviembre de 2007

Empatía, autoestima. Fetiches modernos

Alguien confiesa: para mí el trabajo es lo primero, lo antepongo a cualquier otra cosa en la vida, uno, que ve el trabajo como una simple forma de procurarse la subsistencia que no debería determinar toda nuestra vida, ¿puede ponerse en el lugar de alguien que profesa esa manera de pensar?; me comenta una persona: no me gusta la música, leer un libro me parece una ocupación tediosa e inútil, sin embargo, puedo pasarme horas conectado a un videojuego o quemando la madrugada sin necesidad de pensar en nada más, con eso tengo suficiente, y uno, por seguir la costumbre, cree que ese individuo y él pertenecen a la misma especie: los dos son bípedos, mamíferos, parece que proceden de algún tipo de simio, respiran a través de pulmones y poseen la capacidad de comunicarse −sí, concedámonos esta facultad− por medio del lenguaje pero quien esto escribe nunca se sentirá próximo a un ejemplar de homo sapiens como el descrito un poco más arriba; un gran creador nos transmite empleando las palabras, la música, la pintura, las fórmulas matemáticas, etc. su visión del mundo, algo nuevo que antes nadie había divisado, las excelencias contenidas en su espíritu, nos ofrece su privilegiada sensibilidad, los frutos de su contacto con realidades y experiencias inalcanzables para la mayoría de los mortales, ¿podemos realmente entenderle, habitar aunque sea por unos instantes su mundo?

Este de la empatía es un concepto que uno no acaba de tener del todo claro. Podemos intentar comprender las motivaciones del otro, hacer un esfuerzo por entender lo que siente por analogía con nuestras propias sensaciones y nuestros sentimientos y una vez realizada esta labor apreciarle y respetarle en su especificidad, lo que no conlleva necesariamente aceptarla ni considerarla deseable. Ahora bien, ¿cómo llegamos a colocarnos en su lugar? Uno no puede sentir como otro siente, los sentimientos son lo más personal e individual del hombre, quizás lo que verdaderamente nos individualiza y nos convierte en únicos. Lo que para uno es ocasión de gozo o solaz para otro lo es de murria y pesares, uno sufre al ver la expresión de tristeza reflejada en el rostro de un niño y otro ve agonizar a alguien a su lado sin inmutarse. La propia realidad es simplemente una interpretación nuestra y por mucha destreza que uno tenga para expresarse ¿cómo hacer partícipe a otro de su interioridad? ¿cómo hacerle conocer las sensaciones, experiencias, vivencias que subyacen bajo sus palabras? Seguramente sólo podamos comprender a fondo lo que nos concierne de una forma íntima, lo demás nos deja un poco indiferentes, vamos iluminando, como Diógenes con su linterna, las zonas más recónditas o menos accesibles de nosotros pero que ya se encontraban en nosotros mismos, incorporar otras que nos son extrañas no es posible. Uno colige de todo esto que sólo podrá alcanzar la empatía con tres o cuatro descarriados, de alma un tanto errabunda y destartalada, acaso no se le pueda exigir más, pero si no podemos empatizar, sí podemos respetar al otro. Prefiero el respeto a la empatía.

Hace unos días he leído un artículo sobre los costes de la individualización en la sociedad moderna. La tesis resumida del artículo era que la sociedad actual crea la ilusión de que nos podemos determinar por completo a nosotros mismos, llevar las riendas de nuestra propia vida en todos los órdenes, y de esa manera, desajustes sistémicos (así los llaman) generados por la propia conformación social se trasladan al individuo que sería el único responsable de todos sus fracasos, de naufragar en la vorágine de exigencias, riesgos e incertidumbres a los que el estilo de vida actual nos aboca. Dentro de esta perspectiva la autoestima sería una de las palabras fetiche.

Entendía uno la autoestima en un sentido demasiado etimológico, se decía: estimamos aquello a lo que concedemos alguna valía, cierto mérito, si añadimos el prefijo auto resultaría que si tenemos autoestima nos estamos concediendo a nosotros mismos cierto valor y creía que esta concesión graciosa hecha por uno mismo a sí mismo quizá no siempre fuese lo más idóneo. He estado rebuscando un poco sobre el significado de autoestima, algunos hablan de autoapreciación y este segundo término me parece más adecuado por su neutralidad, ya que la autoestima es, según parece, la valoración que uno hace de sí mismo que puede ser alta o baja dependiendo de la persona. En lo que si parece existir un consenso casi unánime de los sabios y próceres que se dedican a estas cuestiones es en que una alta autoestima es siempre buena y una baja autoestima es siempre negativa independientemente del individuo en cuestión.

Después me he entretenido en analizar un poco algunas de las características que se atribuyen a alguien con alta autoestima y a alguien con baja autoestima. Tenemos lo siguiente: una persona con alta autoestima: asume responsabilidades; se siente orgulloso de sus éxitos; afronta nuevas metas con optimismo; se cambia a sí misma positivamente; se quiere y se respeta a sí misma; rechaza las actitudes negativas; expresa sinceridad en toda demostración de afecto; se siente conforme consigo misma tal como es; no es envidiosa; se ama así mismo; en cambio, una persona con baja autoestima: desprecia sus dones; se deja influir por los demás; no es amable consigo misma; se siente impotente; a veces actúa a la defensiva; a veces culpa a los demás por sus faltas y debilidades; no se quiere y no respeta su cuerpo; a veces se hace daño a sí mismo; no le importa su entorno; se siente despreciado; se siente menos que los demás; suelen buscar pretextos por sus errores. Piensa uno, después de reflexionar sobre las anteriores cuestiones que los “éxitos” de algunos no son como para sentirse orgullosos y que la gente que desprecia sus dones puede hacerlo por humildad sincera; que ciertos individuos no deberían amarse, quererse y respetarse demasiado a sí mismos y sí dejarse influir por los demás; que a veces está bien actuar a la defensiva aunque no responsabilizar a los demás por nuestros errores; que sentirse conforme con uno mismo tal como se es es una manera tan buena como otra cualquiera de estancarse y dejar de evolucionar espiritualmente; que sentirse despreciado es consecuencia a veces del ambiente donde uno se ha formado y donde uno se desenvuelve; que es inevitable en ocasiones hacerse daño a uno mismo y siempre preferible a inflingírselo a otro de forma injusta y, en fin, que sentirse menos que los demás no es lo más adecuado pero suele ser bastante más nocivo sentirse más que los demás.

Puede que una alta autoestima nos ayude a convertirnos en seres eficazmente adaptados a nuestra resplandeciente sociedad contemporánea que, como se sabe, sólo nos demanda dos virtudes fundamentales para acogernos con todos los honores en su cálido seno: ser buenos productores de bienes de consumo y ser buenos consumidores de bienes de consumo. Y claro, como tendremos una alta y esplendorosa autoestima nos amaremos a nosotros mismos, estaremos conformes con lo que somos, nos respetaremos, afrontaremos las metas que nos proponen con optimismo rechazando las actitudes negativas, asumiendo responsabilidades que nos permitan sentirnos orgullosos de nuestros éxitos y así nos será hurtada hasta la conciencia de nuestra propia vaciedad y, con ella, el mejor resorte para revertir esta situación.

He decidido dejarme de monsergas y procurarme un bombín para inflar autoestimas que espero no tenga el efecto secundario de hincharme también el ego, después intentaré localizar una expendeduría de empatía en pequeñas dosis, al menos para empezar, a ver si logro entender un poco más a mis congéneres, que a uno falta le hace. Con esto igual puedo aumentar el número de lectores de estos andurriales blogeriles ya que se sentirán más comprendidos y Steppenwolf se sentirá orgulloso y ufano de este precario éxito suyo, cambiándose a sí mismo, de este modo, positivamente.

2 comentarios:

ami dijo...

Fíjate tú que a estas alturas de la vida de uno, tenga que cambiar radicalmente de opinión, después de lo leido aquí, en lo que se refiere a la autoestima y la empatía. Pues así de rápido cambio y me quedo tan ancho. Yo, que siempre he abogado por la empatía, después de los razonamientos aquí expresados, no reniego radicalmente de ella, pero prefiero mil veces el respeto.
Y que decir sobre la autoestima, nada más que añadir a lo leido. Cuanta razón junta en este comentario ¿Cómo es posible que halla gentuza que se quiera tanto a sí misma?

Anónimo dijo...

Demasiado nos han vendido el cuento de la autoestima, y demasiado ha calado en nuestras conciencias. La autoestima tan predicada es en gran medida una endoscopia practicada a la psique colectiva y destinada a inocular la pasividad consumista en que nos encenagamos, reforzar la competitividad e instaurar como dogma la falsa idea de que el hombre se redime con su trabajo. Ya está bien de patrañas. Es de celebrar que este blog ponga el dedo en la llaga una vez más, denunciando imposturas e iniquidades por doquier. Mejor el respeto que la empatía, por supuesto. Y mejor que la empatía, la compasión, que es una categoría menos psicológica y más espiritual. Compasión deslastrada, eso sí, de lo espúreo cristiano, compasión pagana y universal.

Saludos